lunes, 9 de febrero de 2009

El lado del silencio

No se podía ver nada. La oscuridad era profunda, ciega, negra como el mismo petróleo. Tener los ojos cerrados me permitía ver más cosas que cuando los abría. El frío hacía llegar las convulsiones, más aún cuando estaba desnudo sobre una lata de acero tapado por un delgado plástico hasta el tórax. No podía moverme, había paredes de metal frío por todas partes cercándome en una caja. Era una caja oscura, helada, asfixiante y claustrofóbica. Las convulsiones cada vez se hacían más fuertes y consecutivas. Los espasmos hacían golpearme la cabeza contra el metal que me rodeaba y ya no aguantaba más, sólo quería salir de ahí a toda costa.

Aturdido por los golpes en la cabeza, los espasmos cesaron. Pero ahora el encierro me jugaba una mala pasada. Comenzaba la claustrofobia, el dolor de estómago asfixiaba, el pecho se apretaba fuerte aprisionando el grito que golpeaba en la garganta para salir. ¿Por qué no se acababa todo? ¿Por qué no llegaba la muerte a buscarme? Simplemente quería salir de ese lugar. Comencé a dar golpes desesperadamente con las manos empuñadas a los costados y arriba, con los pies pegaba patadas donde fuera. Estaba agotado, los pies dolían, las muñecas estaban destrozadas y el sudor se apozaba en la lata de acero que había bajo mi espalda. Cerré los ojos, ya cansado, para que el tiempo pudiera hacer lo suyo conmigo y ya no abrirlos nunca más.

Sin embargo, nuevamente desperté. Ahora bajo una luz enceguecedora y molesta. Estaba en una habitación de cerámicas blancas sobre una mesa de acero frío y brillante. El piso estaba manchado en sangre que corría hacia una canaleta que cruzaba la habitación. Sangre que brotaba del suelo como un manantial natural. Me levanté de la camilla medio aturdido y las piernas temblaron descontroladas haciéndome caer de cara contra el piso húmedo y manchado. Tomé bocanadas de aire (que no había) para hacerme de fuerzas (que no tenía) para levantarme. Miré al frente y todo comenzó a dar vueltas. Miré mis manos descoloridas y tomé mi cabeza para ponerla en su lugar. Observé la habitación buscando alguien. Buscando una salida. No había nadie dentro de las cuatro frías paredes sin ventanas. Sólo había un par de camillas de acero bajo una lámpara de tres focos; una especie de freezer gigante con muchos compartimientos cerrados a excepción de uno; y esa maldita sangre en el piso que corría hacía la canaleta que terminaba en un desagüe al otro lado de una entrada sin puerta. Una entrada de barrotes verticales que impedían el paso. No había cerradura. No había luz al otro lado de las rejas.

Busqué con paciencia. Grité desesperado. No había ayuda, sólo miedo y escalofríos, sangre y humedad, oscuridad dentro y fuera. Simplemente no había vida al otro lado de las rejas. En mi mundo o en el de ellos.