Era un día cualquiera, como cualquier día normal de otoño. Unas cuantas nubes grises dejaban pozas en el cielo para que entraran unos moribundos rayos de sol que buscaban vida. Soplaba una brisa mezquina que pasaba por aquellos árboles aún vestidos para botar esas hojas secas y rebeldes que quedaban en sus ramas para desnudarlo poco a poco. Quedaba un aroma a humedad de la mañana aún al medio día y las aves volaban ya, buscando un lugar para protegerse.
Salí de mi casa, como todos los días, al mismo lugar de siempre a hacer lo de siempre. Desperté como cada mañana, me salí de mi cama a regañadientes, pero me salía al fin y al cabo y tiraba un par de garabatos al aire. Camino al baño me iba desnudando y tirando el pijama en cualquier lugar. Aún no conseguía abrir los ojos y ver con claridad, sólo iba a tientas por los pasillos de la casa. Cuando entraba en esa ducha de cerámica fría y abría la llave del agua, el chorro helado que caía sobre mi cuerpo lograba traerme, por fin, a la realidad. Rápidamente me secaba con una toalla vieja y áspera que estaba a punto de romperse y que me dejaba siempre a medias seco. Luego, tiritando por el frío iba hasta el ropero para buscar la ropa que me pondría. No se qué tanto tenía que buscar en aquel ropero, porque todos los días ocupaba la misma polera negra, los mismos jeans rotos, esa chaleca café con pintitas negras y las zapatillas blancas y azules con caña que siempre tienen una historia para contar. Una vez vestido sólo me esperaba un café bien cargado que tomé placenteramente con ambas manos. Finalmente, cogí del colgador junto a la puerta la chaqueta de mezclilla con chiporro, abrí la puerta y caminé por la calle hasta una esquina del vecindario donde todos los días me quedaba hasta el anochecer. Era algo ya rutinario.
Pero este día fue diferente a los anteriores. Quizás se dieron las respuestas que buscaba en aquella esquina.
Cuando llegué a mi lugar de siempre, esa esquina de un cruce sin señalizar, donde los vehículos pasan sin mirar y la gente mira escondida desde sus ventanas como pasan las sirenas a cada momento. Me di cuenta que había algo diferente. Había una soledad escalofriante. Era pasado el medio día, no se veía nadie. Ni autos, ni los curiosos en las casas, ni sirenas y mucho menos esa gente que veía pasar por en frente corriendo, tratándose de camuflar y arrancar de unos estruendos que nunca supe de donde venían. Estaba oscureciendo bastante y aunque no tenía un reloj para ver la hora, sabía perfectamente que aún no era la hora para que anocheciera. Una niebla empezó a descender y el cielo estaba totalmente cerrado por nubes negras que comenzaban a bajar hasta mi cabeza. Sin embargo, aquello no me motivo para partir. Porque todos los días estoy en ese lugar, sin importar el clima o lo que suceda. Algo estoy esperando allí que no se qué es.
Parado siempre en el mismo lugar, sin moverme, apenas para pestañar, el ingrato viento comenzó a soplar suave y calido. Pero el frío se hacía sentir congelando mi rostro. Estaba todo tan solo y oscuro que me ponía algo impaciente porque era algo poco normal. A esto, se empezó a dejar caer la lluvia, primeramente despacio, y el viento poco a poco comenzó a enfurecerse y a mover los árboles con tal fuerza que parecía que los arrancaría desde sus raíces. Aún así no me intimidó. Y al parecer el cielo se dio cuenta de mi indiferencia y dejó caer el agua como proyectiles que explotaban en todas partes. Al rato, la calle se convirtió en un río torrentoso de vereda a vereda. Los colectores de agua estaban tapados por las hojas que caen en esta época del año. Mi pelo caía empapado sobre mis hombros y ya el agua comenzaba a traspasar mi ropa. Pero nada hacía que me moviera de ese lugar.
No lograba ver mas allá de cinco metros por la combinación de la niebla y la lluvia que azotaba en todas partes. Y el viento gritaba con fuerza, soplaba con tal violencia que fracturaba una que otra rama, haciéndolas caer sobre el tendido eléctrico. Era un clima muy inusual y peligroso.
En mi soledad habitual, sumergido en mis pensamientos más profundos, que me hacen olvidar el hambre, el frío y el cansancio, escuché unos graznidos secos y molestos que consiguieron hacer girar mi cabeza hacia aquel árbol desnudo que se encontraba junto a mi ser. En las ramas de más abajo habían parados dos cuervos negros, tan opacos como el petróleo, con sus ojos oscuros como un agujero en el espacio que me miraban como si quisieran tragar mi alma. Pero no les preste mayor importancia y volví a sumergirme en mis pensamientos y en mi espera que aún no terminaba. Pero sus graznidos se hacían más constantes y más fuertes. Eran absolutamente molestos y ya comenzaban a impacientarme. Los miré nuevamente y ellos guardaron silencio. Cuando volví la vista y dejé de prestarles atención ellos volvían a hacer sus graznidos secos y molestos. Y así sucedía una y otra vez hasta que comenzaron a colerizarme y hacer que perdiera la paciencia. Sus chillidos hacían que mi cerebro golpeará contra el cráneo y que todo diera vueltas. Empecé a gritarles que se fueran los malditos pero sus chillidos secos y molestos comenzaron a hacerse horrendos y tenebrosos. Me comencé a poner paranoico con ellos. Ahora sus graznidos se hacían voces que me hablaban un montón de cosas. Pero no podía entenderles lo que decían. A veces lograba escucharles: “ya no… respuestas… vendrá…”. Y tomaba mi cabeza confundida que no entendía nada. Tuve que tratar de tranquilizar-me y saqué del bolsillo de mi chaqueta el último cigarrillo que me quedaba. Lo llevé hasta mi boca y con las manos temblorosas, por el frío y el descontrol que me provocaban esas aves de mal presagio, prendí el cigarrillo con el último fósforo de una caja húmeda que guardaba en el pantalón. La primera fumada fue placentera, pero luego la lluvia apago y dejó completamente mojado el cigarrillo. Eso me hizo enojar hasta morder el cigarrillo y escupirlo al suelo para que se deshiciera en el agua. Escuchaba como se reían esos malditos cuervos a mis espaldas por mi desgracia y decían entre ellos que ya vendría… que ya vendría.
Pasaba el tiempo, quizás unos cuantos días, y seguía todo igual. La lluvia, el viento, la niebla, ese par de aves malditas y yo sin moverme de mi lugar. Comenzaba ya a angustiarme y a perder las esperanzas. Me sentí frustrado y tuve la necesidad de llorar. Pero no podía.
El tiempo siguió pasando y ya los días se convirtieron en oscuras semanas de horrible tormenta, el hambre me tenía en los huesos que dolían con el frío, y el cansancio me tenía tambaleante y fuera de mi. La único que me mantenía despierto y aún en pie eran los chillidos de los cuervos que nunca se marcharon, estaban siempre allí observándome, esperando el momento en que cayera desmallado para burlarse y comer mi carne como pájaros carroñeros. Quería que se fueran. Trataba de gritarles pero no podía. Estaba estático y con la mirada fija hacía el frente tratando de buscar la otra vereda. Cuando en ese momento los cuervos callaron y el silencio se hizo helado y escalofriante. El viento hizo un hueco entre la niebla y desde la vereda de enfrente, que estaba a unos veinte metros, pasó un hombre. Alto y delgado, con su chaqueta de cuero larga y negra y el cabello oscuro que lograba tapar su rostro. Caminando lento, disfrutando de la lluvia. Se detuvo un momento, aproximadamente tres segundos, en la misma línea de donde estaba yo parado y en seguida dobló en dirección contraria para perderse entre la niebla y la oscuridad del día. Sé que me miró de reojo para luego seguir su camino.
Algo en él me trajo tranquilidad. Será qué luego de que pasó por la vereda de enfrente los cuervos volaron lejos y dejé de escuchar sus graznidos perturbantes. Pero recuperé mis fuerzas para seguir de pie y esperando. Logré volver a la realidad después de muchos días y, ya las cosas comenzaban a volver a la normalidad. Ya, por lo menos, se escuchaban esos estruendos que siempre oía en todas direcciones. Pero aún seguía esa tormenta horrible.
En esa esquina siempre he estado esperando algo y un día escuché uno de esos estruendos que siempre escuchaba. Pero el sonido de éste fue más fuerte de lo habitual y seguido a él caí desplomado al suelo de cara contra el agua que corría por la calle. Mis ojos aún estaban medio abiertos cuando comenzaba a quedarme dormido, no sé si por el cansancio o por algo que dolía en el pecho, pero quede viendo hacia el árbol donde llegaron una vez más ambos cuervos opacos como el petróleo y quedaron viéndome fijo con sus ojos negros cómo estaba tendido allí en la calle. Abrían sus picos, como si estuvieran diciéndome algo, pero yo no los podía oír. Algo andaba mal y quería pedir auxilio. Pero ya era demasiado tarde.
Habrán pasado un par de otros días más, cuando ya dejó de caer esa tormenta inusual y furibunda. Las nubes desaparecieron por completo, dejándole total libertad al sol para que brillara en las lejanías del cielo. La gente volvió a mirar por sus ventanas y los autos volvieron a correr por las calles y a pasar sin mirar por aquel cruce sin señalizar. Volví a oír las sirenas. Pero esta vez una de ellas llegó hasta el lado de mi cuerpo empapado que tenía un par de días tendido allí en la calle sin movilidad alguna. Dos pares de manos calidas me giraron, me tomaron de los hombros y piernas para levantarme y tirarme rápidamente en una bandeja de metal fría. Me subieron a un vehículo y todo allí se volvió ciego.
Me pregunto si era eso realmente lo que esperaba o, tal vez, era otra cosa. Ya no estoy seguro de nada. Quizás sólo fue una mala jugada y nunca sabré si pasará por esa esquina ese que tanto esperaba.