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viernes, 14 de septiembre de 2007

El valor de la Bestia


Como todos los días salí por unos cigarrillos y algunos caramelos de menta a la antigua tienda que estaba a la vuelta de mi casa. Una tienda bastante pequeña y de poca luz, -debido a los edificios construidos a su alrededor- que ha perdido bastante clientela desde que a algunos metros se instaló un mini-súper moderno y variado de productos.
Debo confesar que el entrar a ese negocio me produce una sensación bastante escalofriante. No porque sea un lugar pequeño y oscuro, sino porque dentro, a penas pasas del otro lado de la puerta, se siente una atmósfera diferente que te pone inquieto. Además, que te golpea una pestilencia a huevos podridos y comida descompuesta, sumándole también, la olvidada visita que tiene el viejo con la ducha y el jabón. Lo único que quieres es salir lo más pronto posible de allí.
El viejo. -El dueño del negocio-. Un individuo bastante desagradable y mal cuidado a simple vista que no habla mucho, sólo lo justo y necesario. Es bastante bajo y corvado, de escaso pelo gris sin peinar a los costados de su cabeza. Su rostro guarda una vida dura y tormentosa, lo que no me extraña que sea tan silencioso y poco social y de que esté tan solo. Los ojos los tiene caídos y azules, que se han tapado poco a poco con las cataratas que ya lo tienen casi ciego. Pero todavía se puede apreciar en ellos el odio que lleva consigo. Tiene una nariz algo corvada y un poco gruesa y, se puede apreciar a simple vista que el tabique está desviado. Sus labios son algo pálidos y están un poco pegados a sus mandíbulas, porque -les digo-, es bastante cadavérico. No me extrañaría verle un par de piezas dentales solitarias y podridas dentro de su boca. Pero no me gustaría hacerlo. Sería algo desagradable y se quitarían mis deseos de fumar. –Y ahora que lo recuerdo fue por lo que vine-.
Tomé la cajetilla de cigarros, como es de costumbre del aparador y los dulces de menta de la pecera de vidrio. Llevé mi mano al bolsillo y me dispuse a buscar el billete de dos mil pesos con el que pagaría. El último billete que me quedaba. Lo único que me quedaba de dinero -¡y lo estoy gastando en vicio!-. Una vez lo encontré, apreté de él y miré al viejo con una sonrisa de cierta hipocresía y dejé caer el billete de dos mil pesos sobre la mesa frente a los ciegos ojos del viejo. El viejo con su lentitud precisa tomó el billete con sus manos artrósicas y huesudas y lo metió en una caja que tenía fuera de la vista de los clientes y con una rapidez impensable sacó su mano empuñada de la caja con el vuelto -como si lo hubiese tenido listo desde siempre-. Luego, con gran esfuerzo estiró su brazo para poner el vuelto sobre mi mano. Tímidamente, puse mi mano abierta para recibir el vuelto y el viejo se detuvo y me miró a los ojos con su odio y sonrió sarcásticamente, mientras pude apreciar dentro de su horrible boca los solitarios y podridos dientes que le quedaban. Dejó caer unas cuantas monedas sobre mi mano y, mientras caían dijo con una voz seca y esforzada:

-Hijo, vendrá por ti-.

Hizo que los pelos de mi piel se erizaran por completo y que un escalofrío recorriera mis extremidades. El pulso se aceleró. Apreté las monedas y salí lo más rápido que pude haber salido de ese lugar tétrico. No entendía absolutamente nada, de qué hablaba, ni de quién hablaba. Una vez fuera de ese lugar y alejado un par de metros saqué un cigarrillo y lo encendí para tranquilizarme, -y vaya que me tranquilizan estos cigarrillos-. Me paré un momento bajo la sombra de un ciruelo y me apoyé en su tronco para fumar y tratar de volver a la calma. Cuando ya me tranquilicé recordé que en mi mano tenía las monedas que me había dado el viejo de vuelto, -mis últimas monedas-. Las miré antes de echarlas al bolsillo y me llamó la atención que en la palma de mi mano tenía una moneda de cada valor y me pareció algo extraño. Una moneda de uno, de cinco, de diez, de cincuenta, de cien y de quinientos pesos. Y estaban ordenadas de menor a mayor. Fue aterrador darme cuenta de esto. ¡El viejo me había dado vuelto de 666 pesos!
No soy muy creyente. Pero el hecho que ese viejo me diera semejante vuelto me dejó helado. Eran una cadena de situaciones, a lo mejor sin sentido alguno, que en ese momento me ponían paranoico y me hacían encontrarle algún sentido. El negocio escalofriante, el viejo detestable y el vuelto diabólico. No podía pensar otra cosa que no fuera la relación que tenía éste viejo con el infierno y qué tenía que ver yo en todo esto.
Sin embargo, para tratar de tranquilizarme y darle menos importancia al asunto, decidí reflexionar y encontrar otro tipo de respuesta que no tuviera que ver conmigo. Pensé en que sólo era una coincidencia y de que el viejo sólo podía darme esas monedas de vuelto. Pero estaba bastante ansioso. Luego me pregunté: ¿por qué al sumar el valor de cada moneda me daba semejante resultado? ¿Qué tiene que ver el Banco Central, quienes hacen las monedas, en todo esto? ¿Será una mera casualidad o este maldito sistema económico está manejado por el mismísimo demonio?
Los pelos de mi piel se erizaron nuevamente y los escalofríos iban y venían recorriendo mi cuerpo entero. Podía sentir como hacían temblar hasta mi alma dentro. Pero la idea de que el Banco Central estuviera detrás de esto no me parecía tan loca. Ni tampoco me empezaba a parecer loco que estuvieran detrás de mi. Pues vivo de lo que agarre por camino. Vivo de cigarrillos y dulces de menta. No tengo una buena situación económica –diría que bastante mala debido al hecho que no trabajo-. No compro en las grandes tiendas con tarjetas de crédito, ni tampoco soy conocido en los bancos. No tengo poder de consumo. Mi casa es una casa pequeña; sin luz, sin agua –lo que no quiere decir que no ocupe agua, aprovecho los grifos de la calle para ocupar lo que necesito-, no utilizo combustibles y menos veo televisión, como de vez en cuando y vivo solo, por lo que no tengo que hacerme responsable de nadie. Y tampoco tengo vida social, por lo cual no frecuento lugares de diversión y libertinaje desenfrenado. Podrían pensar que vivo en la miseria –y es verdad-. Pero nunca me falta para comprarme esos benditos cigarrillos que no encuentro en ningún otro lugar, por lo cual siempre trato de conseguir algo de dinero de cualquier forma, con tal de poder tenerlos. Y puede ser, que porque para los ojos del sistema económico -o para los ojos del diablo- soy inservible, ahora me quieren aniquilar, o tal vez, hacerme parte de su sistema para ser uno más de ellos; consumiendo incomprendidamente, volviéndome egoísta y materialista, superficial e impulsivo.
Pensé todo esto y me puse pálido, asustado, perdido. Comencé a transpirar helado y comencé a ver todo a mi alrededor más lejano. El cielo comenzó a oscurecerse y poco a poco iban llegando tipos vestidos formales con traje negro, gafas oscuras y bien peinados que trataban de camuflarse en la calle para observarme y comunicarse entre ellos cada movimiento que pudiera realizar. Los helicópteros comenzaron a sobrevolar el ciruelo que era mi único refugio como aves de rapiña. Y yo comencé a sentirme desquiciado. Quería escapar y me armé de valor para caminar en sentido contrario de donde esos tipos se encontraban. Pero una vez giré para dar un paso, descubrí que estaba rodeado de estos desagraciados. Comenzaron a acercarse para que volviera a mi lugar -que sin más remedio tuve que volver-. No entendía nada. Era todo tan irracional, sin sentido. Era como una fantasía, pero de las feas, como una pesadilla. El cielo se puso realmente oscuro, tapado en nubes grises. La calle comenzó a encenderse en llamas, las casas, los jardines. Todo quedó como si hubieran pasado soldados lanzando NAPALM. El lugar estaba desierto. Salvo que me encontraba yo, los tipos de traje que me tenían encerrado y los malditos helicópteros que me sobrevolaban muy bajo con sus motores ensordecedores. Me tenían totalmente acorralado y cuando ya no podía ser más infernal el lugar comenzó a temblar la tierra. Todo comenzó a moverse de un lado para el otro con un ritmo constante. El suelo comenzó a agrietarse y luego de algunos largos segundos a unos cuantos metros de mi el suelo cedió y se hundió, dejando un forado bastante grande y profundo. Dentro de él asomaron llamas de fuego furioso y comenzó a salir una niebla densa y un olor a azufre que descomponía el estómago. Era el infierno que se asomaba y creo que venía por mi. Al cabo de un minuto, mientras el miedo me invadía hasta la desesperación, los tipos de traje que me tenían encerrado sin escapatoria se hicieron a un lado para esconderse en algún lugar y de dentro del agujero que se hizo en el suelo se apreció una figura humana que venía caminando hacia mi con paso lento y seguro y que no pude distinguir bien hasta que se paró frente a mis narices y se presentó con voz seria y grave que daba el aspecto de tenebrosa.

-Que tal amigo. Soy el Diablo-.

¡El Diablo! ¡¿Este tipo me está jodiendo?! –dije en la mente-. La verdad es que no tenía el aspecto de ser el Diablo. Tenía el aspecto de un hombre común y corriente de estatura media. No como me imagino a como debería ser el Diablo. Un ser realmente monstruoso. De unos dos metros de altura, con patas de chivo y largos cuernos. Fornido y de piel quemada, de grandes colmillos y manos desgarradoras. Nada de eso. Parecía un hombre salido de la oficina de un banco.

-¿Decepcionado? –dijo-. No respondas, pues no te quiero escuchar. Quiero que sientas el miedo. Pues, tú me has llamado y la verdad que esperaba este momento desde hace mucho tiempo-.

-Hoy vengo a condenar tu alma a la eternidad del infierno por tu rebeldía ante mi sistema económico –y apuntó con su dedo índice acusador-. Sí, pagarás no con la muerte, sino pagarás con esas seis monedas que tienes en tus manos cada vez que bébas un trago, cada vez que vayas a comprar drogas, cada vez que visites una prostituta y consumas cosas que no puedes pagar y que son inútiles para tu vivir. Pues esto es lo que valgo, amigo mío y lo que tú vales y, a donde quiera que vayas de ahora en adelante pagarás mi valor. Pagarás con los seiscientos sesenta y seis pesos una y otra vez. Y una vez que mueras, tu boleto al infierno estará listo. No puedes huir. No hay religión que te salve, ni dios que se apiade de tu alma. Ya estás condenado como todas las almas que ves pasar a diario en la calle.
¿Creías que era una coincidencia que la suma de los valores de las monedas diera como resultado 666 pesos?... ja… ja… ja… -rió de forma burlesca el maldito-.

Quedé totalmente congelado ante semejante condena. Sentí el verdadero terror y la frustración al verme sin escapatoria condenado por el demonio. Quise llorar, pero era imposible.
El Diablo una vez terminó de hablar tomó mi cabeza con ambas manos y besó mi frente dejando una marca. Luego se acercó a mi oído y dijo en voz baja:

-Recuerda que hagas lo que hagas no te salvarás. Tu alma ya me pertenece y sabré cada movimiento que hagas-.

Finalmente, dio media vuelta y volvió al agujero de donde había salido y junto con él se ahogaron las llamas de fuego y se recogió la niebla. Se cerró la tierra y los tipos de traje se iban, los helicópteros volvían a sus madrigueras y todo comenzaba a verse normal nuevamente. Y yo estaba completamente abstraído, helado, tembloroso, sin habla y con los pantalones mojados. No aguanté semejante presión y caí desplomado al suelo con el cigarrillo que ya se había consumido por completo habiendo quemado mis dedos.
Habré quedado inconciente por mucho tiempo porque no recuerdo como al despertar me encontré tirado en el colchón que está en suelo de mi casa. Me puse de pie y salí rápidamente a la calle y fui en dirección hacia el negocio del viejo –como si él tuviera la respuesta a las preguntas que me atormentaban-. Pero me encontré con una sorpresa espeluznante. El negocio había sido consumido por el fuego durante la noche y nadie se había percatado de aquello. No hubieron carros de bomberos, ni ambulancias, ni mirones. Sólo yo llegué a ver lo que había pasado sin haberlo querido. Di un vistazo a aquella desgracia y de entre un montón de brazas aún calientes logré ver el cuerpo calcinado del viejo. Que al principio me dio algo de pesar. Pero luego lo maldije, porque el maldito era un servidor del Diablo. Él lo sabía todo. Pero el maldito ya está muerto y debe estar cocinándose en el infierno. Porque él había sido condenado al infierno y su vida terminaría solamente cuando marcará el destino de otro desafortunado que en esta ocasión fui yo. Y ahora no sé que pasará. Quizás tiene razón el Diablo al haberme dicho que no tengo salvación alguna. Quizás sólo deba caminar hacia mi castigo, como uno más, igual que el resto.

domingo, 15 de julio de 2007

LA ESQUINA DE SIEMPRE

Era un día cualquiera, como cualquier día normal de otoño. Unas cuantas nubes grises dejaban pozas en el cielo para que entraran unos moribundos rayos de sol que buscaban vida. Soplaba una brisa mezquina que pasaba por aquellos árboles aún vestidos para botar esas hojas secas y rebeldes que quedaban en sus ramas para desnudarlo poco a poco. Quedaba un aroma a humedad de la mañana aún al medio día y las aves volaban ya, buscando un lugar para protegerse.

Salí de mi casa, como todos los días, al mismo lugar de siempre a hacer lo de siempre. Desperté como cada mañana, me salí de mi cama a regañadientes, pero me salía al fin y al cabo y tiraba un par de garabatos al aire. Camino al baño me iba desnudando y tirando el pijama en cualquier lugar. Aún no conseguía abrir los ojos y ver con claridad, sólo iba a tientas por los pasillos de la casa. Cuando entraba en esa ducha de cerámica fría y abría la llave del agua, el chorro helado que caía sobre mi cuerpo lograba traerme, por fin, a la realidad. Rápidamente me secaba con una toalla vieja y áspera que estaba a punto de romperse y que me dejaba siempre a medias seco. Luego, tiritando por el frío iba hasta el ropero para buscar la ropa que me pondría. No se qué tanto tenía que buscar en aquel ropero, porque todos los días ocupaba la misma polera negra, los mismos jeans rotos, esa chaleca café con pintitas negras y las zapatillas blancas y azules con caña que siempre tienen una historia para contar. Una vez vestido sólo me esperaba un café bien cargado que tomé placenteramente con ambas manos. Finalmente, cogí del colgador junto a la puerta la chaqueta de mezclilla con chiporro, abrí la puerta y caminé por la calle hasta una esquina del vecindario donde todos los días me quedaba hasta el anochecer. Era algo ya rutinario.

Pero este día fue diferente a los anteriores. Quizás se dieron las respuestas que buscaba en aquella esquina.

Cuando llegué a mi lugar de siempre, esa esquina de un cruce sin señalizar, donde los vehículos pasan sin mirar y la gente mira escondida desde sus ventanas como pasan las sirenas a cada momento. Me di cuenta que había algo diferente. Había una soledad escalofriante. Era pasado el medio día, no se veía nadie. Ni autos, ni los curiosos en las casas, ni sirenas y mucho menos esa gente que veía pasar por en frente corriendo, tratándose de camuflar y arrancar de unos estruendos que nunca supe de donde venían. Estaba oscureciendo bastante y aunque no tenía un reloj para ver la hora, sabía perfectamente que aún no era la hora para que anocheciera. Una niebla empezó a descender y el cielo estaba totalmente cerrado por nubes negras que comenzaban a bajar hasta mi cabeza. Sin embargo, aquello no me motivo para partir. Porque todos los días estoy en ese lugar, sin importar el clima o lo que suceda. Algo estoy esperando allí que no se qué es.

Parado siempre en el mismo lugar, sin moverme, apenas para pestañar, el ingrato viento comenzó a soplar suave y calido. Pero el frío se hacía sentir congelando mi rostro. Estaba todo tan solo y oscuro que me ponía algo impaciente porque era algo poco normal. A esto, se empezó a dejar caer la lluvia, primeramente despacio, y el viento poco a poco comenzó a enfurecerse y a mover los árboles con tal fuerza que parecía que los arrancaría desde sus raíces. Aún así no me intimidó. Y al parecer el cielo se dio cuenta de mi indiferencia y dejó caer el agua como proyectiles que explotaban en todas partes. Al rato, la calle se convirtió en un río torrentoso de vereda a vereda. Los colectores de agua estaban tapados por las hojas que caen en esta época del año. Mi pelo caía empapado sobre mis hombros y ya el agua comenzaba a traspasar mi ropa. Pero nada hacía que me moviera de ese lugar.

No lograba ver mas allá de cinco metros por la combinación de la niebla y la lluvia que azotaba en todas partes. Y el viento gritaba con fuerza, soplaba con tal violencia que fracturaba una que otra rama, haciéndolas caer sobre el tendido eléctrico. Era un clima muy inusual y peligroso.

En mi soledad habitual, sumergido en mis pensamientos más profundos, que me hacen olvidar el hambre, el frío y el cansancio, escuché unos graznidos secos y molestos que consiguieron hacer girar mi cabeza hacia aquel árbol desnudo que se encontraba junto a mi ser. En las ramas de más abajo habían parados dos cuervos negros, tan opacos como el petróleo, con sus ojos oscuros como un agujero en el espacio que me miraban como si quisieran tragar mi alma. Pero no les preste mayor importancia y volví a sumergirme en mis pensamientos y en mi espera que aún no terminaba. Pero sus graznidos se hacían más constantes y más fuertes. Eran absolutamente molestos y ya comenzaban a impacientarme. Los miré nuevamente y ellos guardaron silencio. Cuando volví la vista y dejé de prestarles atención ellos volvían a hacer sus graznidos secos y molestos. Y así sucedía una y otra vez hasta que comenzaron a colerizarme y hacer que perdiera la paciencia. Sus chillidos hacían que mi cerebro golpeará contra el cráneo y que todo diera vueltas. Empecé a gritarles que se fueran los malditos pero sus chillidos secos y molestos comenzaron a hacerse horrendos y tenebrosos. Me comencé a poner paranoico con ellos. Ahora sus graznidos se hacían voces que me hablaban un montón de cosas. Pero no podía entenderles lo que decían. A veces lograba escucharles: “ya no… respuestas… vendrá…”. Y tomaba mi cabeza confundida que no entendía nada. Tuve que tratar de tranquilizar-me y saqué del bolsillo de mi chaqueta el último cigarrillo que me quedaba. Lo llevé hasta mi boca y con las manos temblorosas, por el frío y el descontrol que me provocaban esas aves de mal presagio, prendí el cigarrillo con el último fósforo de una caja húmeda que guardaba en el pantalón. La primera fumada fue placentera, pero luego la lluvia apago y dejó completamente mojado el cigarrillo. Eso me hizo enojar hasta morder el cigarrillo y escupirlo al suelo para que se deshiciera en el agua. Escuchaba como se reían esos malditos cuervos a mis espaldas por mi desgracia y decían entre ellos que ya vendría… que ya vendría.

Pasaba el tiempo, quizás unos cuantos días, y seguía todo igual. La lluvia, el viento, la niebla, ese par de aves malditas y yo sin moverme de mi lugar. Comenzaba ya a angustiarme y a perder las esperanzas. Me sentí frustrado y tuve la necesidad de llorar. Pero no podía.

El tiempo siguió pasando y ya los días se convirtieron en oscuras semanas de horrible tormenta, el hambre me tenía en los huesos que dolían con el frío, y el cansancio me tenía tambaleante y fuera de mi. La único que me mantenía despierto y aún en pie eran los chillidos de los cuervos que nunca se marcharon, estaban siempre allí observándome, esperando el momento en que cayera desmallado para burlarse y comer mi carne como pájaros carroñeros. Quería que se fueran. Trataba de gritarles pero no podía. Estaba estático y con la mirada fija hacía el frente tratando de buscar la otra vereda. Cuando en ese momento los cuervos callaron y el silencio se hizo helado y escalofriante. El viento hizo un hueco entre la niebla y desde la vereda de enfrente, que estaba a unos veinte metros, pasó un hombre. Alto y delgado, con su chaqueta de cuero larga y negra y el cabello oscuro que lograba tapar su rostro. Caminando lento, disfrutando de la lluvia. Se detuvo un momento, aproximadamente tres segundos, en la misma línea de donde estaba yo parado y en seguida dobló en dirección contraria para perderse entre la niebla y la oscuridad del día. Sé que me miró de reojo para luego seguir su camino.

Algo en él me trajo tranquilidad. Será qué luego de que pasó por la vereda de enfrente los cuervos volaron lejos y dejé de escuchar sus graznidos perturbantes. Pero recuperé mis fuerzas para seguir de pie y esperando. Logré volver a la realidad después de muchos días y, ya las cosas comenzaban a volver a la normalidad. Ya, por lo menos, se escuchaban esos estruendos que siempre oía en todas direcciones. Pero aún seguía esa tormenta horrible.

En esa esquina siempre he estado esperando algo y un día escuché uno de esos estruendos que siempre escuchaba. Pero el sonido de éste fue más fuerte de lo habitual y seguido a él caí desplomado al suelo de cara contra el agua que corría por la calle. Mis ojos aún estaban medio abiertos cuando comenzaba a quedarme dormido, no sé si por el cansancio o por algo que dolía en el pecho, pero quede viendo hacia el árbol donde llegaron una vez más ambos cuervos opacos como el petróleo y quedaron viéndome fijo con sus ojos negros cómo estaba tendido allí en la calle. Abrían sus picos, como si estuvieran diciéndome algo, pero yo no los podía oír. Algo andaba mal y quería pedir auxilio. Pero ya era demasiado tarde.

Habrán pasado un par de otros días más, cuando ya dejó de caer esa tormenta inusual y furibunda. Las nubes desaparecieron por completo, dejándole total libertad al sol para que brillara en las lejanías del cielo. La gente volvió a mirar por sus ventanas y los autos volvieron a correr por las calles y a pasar sin mirar por aquel cruce sin señalizar. Volví a oír las sirenas. Pero esta vez una de ellas llegó hasta el lado de mi cuerpo empapado que tenía un par de días tendido allí en la calle sin movilidad alguna. Dos pares de manos calidas me giraron, me tomaron de los hombros y piernas para levantarme y tirarme rápidamente en una bandeja de metal fría. Me subieron a un vehículo y todo allí se volvió ciego.

Me pregunto si era eso realmente lo que esperaba o, tal vez, era otra cosa. Ya no estoy seguro de nada. Quizás sólo fue una mala jugada y nunca sabré si pasará por esa esquina ese que tanto esperaba.

martes, 3 de julio de 2007

UN DESPERTAR DIFERENTE

Hoy he tenido un extraño despertar. Abrí mis ojos esta mañana y nada era igual. Una niebla cubría mis ojos y aunque los refregara fuerte con mis manos empuñadas no desaparecía. Miré todos los rincones de mi habitación, con gran esfuerzo, y me daba cuenta que no todo estaba en su lugar; ropas esparcidas por todos lados, zapatos mezclados, papeles desparramados, una que otra moneda perdida y una caja sellada sobre la cama. También faltaban cosas, el guardarropa, un trofeo y nuestras fotografías que miraban desde la muralla cómo dormía cada noche y me sonreían al observarlas en las mañanas. Tiré las ropas que me tapaban para sacar mi existencia rápidamente de la cama al frío entorno de una habitación oscura con sus persianas cerradas, que no permitían el paso de los rayos solares (aunque no podría decir que había sol fuera de las cuatro paredes que me rodeaban, no distinguía entre el día y la noche). Me puse en pie con gran esfuerzo y todo se revolvió en mi cabeza, todo daba vueltas, todo subía y bajaba y todo iba de un lado para el otro. Golpeé mi cabeza con la palma de mi mano para volver a la realidad y poder dar unos pasos fuera de mi habitación. Pero aún seguía viendo todo nublado. La radio, mientras, sintonizaba una tenebrosa marcha fúnebre, que marcaron el muerto movimiento de mis pasos. Lentamente fui caminando hacia las otras habitaciones buscando algo que no sabía que era. Recorrí toda la casa tambaleante y en mí se apoderó la angustia; nadie había en la casa, en ninguna de las habitaciones, en ningún rincón, estaba vacía y oscura, fría. Poco a poco comenzaba a confundirme, sin entender nada. Caminé hacia la cocina y busqué agua para echarme en la cara, en las botellas no había una sola gota y los grifos sólo se lamentaban en un seco estornudo. Caí al suelo como un derrotado y tomé mi rostro con ambas manos, esperando que pasara el tiempo y quizás alguien llegara a mi socorro.
No sé cuánto tiempo habría pasado. Pero parecía que hubiera estado allí varios días y nada oí, nada vi, nada sentí, nada olí. Y me daba cuenta que mi cuerpo no desprendía ningún tipo de aroma, ni por más desagradable que fuera; se había ido de mi, estaba perdido quizás en que lugares. Decidí levantarme del lugar y revisar por completo una vez más la casa. A duras penas recorrí ambos pisos y todo seguía igual. La visión nublada, la fúnebre música, la falta de luz y ahora una pequeña sensación a humedad. Comenzaba a desesperarme y no saber que hacer, si tirarme al suelo y quedarme ahí, ó salir corriendo y gritar como un loco.
Me paré frente a la puerta, haciendo un gran esfuerzo por no perder el poco juicio que quedaba, y traté de abrirla en un esfuerzo inútil. Estaba completamente cerrada y mi desesperación crecía con violencia. Le di unos empellones y un par de patadas y aún así quedaba intacta en su lugar. Quería salir y no sabía por donde, mi desesperación era absoluta, me sentía claustrofóbico y comenzaba a correr en círculos en la sala. De un momento a otro mi cuerpo atravesaba los vidrios para caer medio desmallado y con cortes en el lodoso pasto del jardín. Rápidamente me puse en pie y caminé hasta el medio de la calle para observar si todo estaba normal. Pues era todo extraño; una niebla espesa cubría el suelo, negras nubes cerraban el paso a los rayos solares y hacían el día en noche, no se percibía ningún tipo de alma en kilómetros y el silencio era tan profundo como la sordera. Grité para ver si alguien existía, pero sólo recibí la respuesta del eco que chocaba contra mi ser tratando de derribarlo y diciéndome lo tonto que era. Tomé mi cabeza con ambas manos, sin entender que sucedía, miraba a todas partes y todo comenzadaza a dar vueltas tan rápidamente que se perdían las figuras haciéndose un batido de tonos oscuros. Corrí a tientas por la calle, para cualquier lugar, ¡había que escapar, salir de ahí! Todo daba vueltas, de arriba abajo, de un lado para el otro y giraban, se acercaba y se alejaba lo que fuera. Mi cabeza explotaría en cualquier momento y los sesos se esparcirían por todo el lugar.
Tropecé y caí a tierra, a tierra que se sentía seca y caliente. Una vez más me puse en pie con gran esfuerzo y abrí mis ojos. El panorama ahora era completamente distinto; era un desierto árido en donde estaba parado, el sol estaba en su punto máximo sin deseos de querer bajar, no habían rastros de vegetación y mucho menos de algún ser humano. Hacía un calor insoportable, estaba en la nada mirando hacia los cuatro puntos cardinales viendo el mismo espectáculo que iba y venía. No entendía como había pasado de las tinieblas al infierno de un momento a otro.
Comencé a caminar, habrán pasado horas o tal vez días y seguía viendo lo mismo, el mismo paisaje, las mismas arenas, el mismo sol. Nada cambiaba y me sentía cada vez más cansado. Mis pies pesaban como anclas, la sequedad en mi garganta era como una lija raspando una astillada madera y sudaba como un engendro del infierno a punto de quedar en huesos.
No me había percatado, pero tras de mi tenía compañía. Quizás cuánto tiempo había pasado que no veía un ser viviente. La diferencia estaba en que no eran cualquier tipo de compañeros. Eran tres enormes lobos (por lo menos así los veía) que venían marcando mi paso, quizás desde cuándo, pero mantenían su distancia mirando fijo mi lánguido cuerpo y sus lenguas colgaban de sus hocicos hambrientos y babosos. Arriba en el cielo los buitres miraban mi destino con impaciencia, esperando darse el primero, o el último, o quizás el único festín de sus miserables vidas donde desgarrarían mi vientre y se pelearían las vísceras unos con otros. ¡Eran unos malditos animales de rapiña esperando el momento en que cayera para poder tirarse sobre mí y despedazarme para no dejar rastro alguno sobre esta tierra! Quise caminar más rápido y perderlos, pero era inútil. Las pocas fuerzas con las que había comenzado en algún despertar distinto, que me trajeron hasta aquí, ya estaban terminadas. Caí primero de rodillas al caliente suelo y luego el resto de mi cuerpo se tendió rendido boca abajo, tragando la arena. Esperaba a las bestias que vinieran por su carne, que vinieran por mi ser y lo despedazaran. Pero nada de eso pasó. Puse mi cuerpo de espaldas, mirando el cielo y el sol quedo fijo en mis ojos que cerré después de haber visto sigilosamente volar las aves de rapiña en círculos.
Fue ese momento con los ojos cerrados que traté de explicar todo esto, cómo había llegado hasta aquí, qué había ocurrido. Pero no recordaba nada, sólo qué una mañana desperté angustioso extrañando una parte de mi, la habitación desordenada, la visión nublada, las melodías fúnebres, la desesperación. Y ahora. Ahora estaba tranquilo, calmado y muy sereno. Sólo esperaba dormir nuevamente, mientras mi cuerpo se quemaba y derretía lentamente con el sol y las calientes arenas. Esperaba dormir la locura y gritaba furibundo ¡malditos vengan por mi!... ¡Vengan por mi!... ¡Vengan por mi!... Entre una risa sarcástica y una lágrima pidiendo compasión.