viernes, 14 de septiembre de 2007

El valor de la Bestia


Como todos los días salí por unos cigarrillos y algunos caramelos de menta a la antigua tienda que estaba a la vuelta de mi casa. Una tienda bastante pequeña y de poca luz, -debido a los edificios construidos a su alrededor- que ha perdido bastante clientela desde que a algunos metros se instaló un mini-súper moderno y variado de productos.
Debo confesar que el entrar a ese negocio me produce una sensación bastante escalofriante. No porque sea un lugar pequeño y oscuro, sino porque dentro, a penas pasas del otro lado de la puerta, se siente una atmósfera diferente que te pone inquieto. Además, que te golpea una pestilencia a huevos podridos y comida descompuesta, sumándole también, la olvidada visita que tiene el viejo con la ducha y el jabón. Lo único que quieres es salir lo más pronto posible de allí.
El viejo. -El dueño del negocio-. Un individuo bastante desagradable y mal cuidado a simple vista que no habla mucho, sólo lo justo y necesario. Es bastante bajo y corvado, de escaso pelo gris sin peinar a los costados de su cabeza. Su rostro guarda una vida dura y tormentosa, lo que no me extraña que sea tan silencioso y poco social y de que esté tan solo. Los ojos los tiene caídos y azules, que se han tapado poco a poco con las cataratas que ya lo tienen casi ciego. Pero todavía se puede apreciar en ellos el odio que lleva consigo. Tiene una nariz algo corvada y un poco gruesa y, se puede apreciar a simple vista que el tabique está desviado. Sus labios son algo pálidos y están un poco pegados a sus mandíbulas, porque -les digo-, es bastante cadavérico. No me extrañaría verle un par de piezas dentales solitarias y podridas dentro de su boca. Pero no me gustaría hacerlo. Sería algo desagradable y se quitarían mis deseos de fumar. –Y ahora que lo recuerdo fue por lo que vine-.
Tomé la cajetilla de cigarros, como es de costumbre del aparador y los dulces de menta de la pecera de vidrio. Llevé mi mano al bolsillo y me dispuse a buscar el billete de dos mil pesos con el que pagaría. El último billete que me quedaba. Lo único que me quedaba de dinero -¡y lo estoy gastando en vicio!-. Una vez lo encontré, apreté de él y miré al viejo con una sonrisa de cierta hipocresía y dejé caer el billete de dos mil pesos sobre la mesa frente a los ciegos ojos del viejo. El viejo con su lentitud precisa tomó el billete con sus manos artrósicas y huesudas y lo metió en una caja que tenía fuera de la vista de los clientes y con una rapidez impensable sacó su mano empuñada de la caja con el vuelto -como si lo hubiese tenido listo desde siempre-. Luego, con gran esfuerzo estiró su brazo para poner el vuelto sobre mi mano. Tímidamente, puse mi mano abierta para recibir el vuelto y el viejo se detuvo y me miró a los ojos con su odio y sonrió sarcásticamente, mientras pude apreciar dentro de su horrible boca los solitarios y podridos dientes que le quedaban. Dejó caer unas cuantas monedas sobre mi mano y, mientras caían dijo con una voz seca y esforzada:

-Hijo, vendrá por ti-.

Hizo que los pelos de mi piel se erizaran por completo y que un escalofrío recorriera mis extremidades. El pulso se aceleró. Apreté las monedas y salí lo más rápido que pude haber salido de ese lugar tétrico. No entendía absolutamente nada, de qué hablaba, ni de quién hablaba. Una vez fuera de ese lugar y alejado un par de metros saqué un cigarrillo y lo encendí para tranquilizarme, -y vaya que me tranquilizan estos cigarrillos-. Me paré un momento bajo la sombra de un ciruelo y me apoyé en su tronco para fumar y tratar de volver a la calma. Cuando ya me tranquilicé recordé que en mi mano tenía las monedas que me había dado el viejo de vuelto, -mis últimas monedas-. Las miré antes de echarlas al bolsillo y me llamó la atención que en la palma de mi mano tenía una moneda de cada valor y me pareció algo extraño. Una moneda de uno, de cinco, de diez, de cincuenta, de cien y de quinientos pesos. Y estaban ordenadas de menor a mayor. Fue aterrador darme cuenta de esto. ¡El viejo me había dado vuelto de 666 pesos!
No soy muy creyente. Pero el hecho que ese viejo me diera semejante vuelto me dejó helado. Eran una cadena de situaciones, a lo mejor sin sentido alguno, que en ese momento me ponían paranoico y me hacían encontrarle algún sentido. El negocio escalofriante, el viejo detestable y el vuelto diabólico. No podía pensar otra cosa que no fuera la relación que tenía éste viejo con el infierno y qué tenía que ver yo en todo esto.
Sin embargo, para tratar de tranquilizarme y darle menos importancia al asunto, decidí reflexionar y encontrar otro tipo de respuesta que no tuviera que ver conmigo. Pensé en que sólo era una coincidencia y de que el viejo sólo podía darme esas monedas de vuelto. Pero estaba bastante ansioso. Luego me pregunté: ¿por qué al sumar el valor de cada moneda me daba semejante resultado? ¿Qué tiene que ver el Banco Central, quienes hacen las monedas, en todo esto? ¿Será una mera casualidad o este maldito sistema económico está manejado por el mismísimo demonio?
Los pelos de mi piel se erizaron nuevamente y los escalofríos iban y venían recorriendo mi cuerpo entero. Podía sentir como hacían temblar hasta mi alma dentro. Pero la idea de que el Banco Central estuviera detrás de esto no me parecía tan loca. Ni tampoco me empezaba a parecer loco que estuvieran detrás de mi. Pues vivo de lo que agarre por camino. Vivo de cigarrillos y dulces de menta. No tengo una buena situación económica –diría que bastante mala debido al hecho que no trabajo-. No compro en las grandes tiendas con tarjetas de crédito, ni tampoco soy conocido en los bancos. No tengo poder de consumo. Mi casa es una casa pequeña; sin luz, sin agua –lo que no quiere decir que no ocupe agua, aprovecho los grifos de la calle para ocupar lo que necesito-, no utilizo combustibles y menos veo televisión, como de vez en cuando y vivo solo, por lo que no tengo que hacerme responsable de nadie. Y tampoco tengo vida social, por lo cual no frecuento lugares de diversión y libertinaje desenfrenado. Podrían pensar que vivo en la miseria –y es verdad-. Pero nunca me falta para comprarme esos benditos cigarrillos que no encuentro en ningún otro lugar, por lo cual siempre trato de conseguir algo de dinero de cualquier forma, con tal de poder tenerlos. Y puede ser, que porque para los ojos del sistema económico -o para los ojos del diablo- soy inservible, ahora me quieren aniquilar, o tal vez, hacerme parte de su sistema para ser uno más de ellos; consumiendo incomprendidamente, volviéndome egoísta y materialista, superficial e impulsivo.
Pensé todo esto y me puse pálido, asustado, perdido. Comencé a transpirar helado y comencé a ver todo a mi alrededor más lejano. El cielo comenzó a oscurecerse y poco a poco iban llegando tipos vestidos formales con traje negro, gafas oscuras y bien peinados que trataban de camuflarse en la calle para observarme y comunicarse entre ellos cada movimiento que pudiera realizar. Los helicópteros comenzaron a sobrevolar el ciruelo que era mi único refugio como aves de rapiña. Y yo comencé a sentirme desquiciado. Quería escapar y me armé de valor para caminar en sentido contrario de donde esos tipos se encontraban. Pero una vez giré para dar un paso, descubrí que estaba rodeado de estos desagraciados. Comenzaron a acercarse para que volviera a mi lugar -que sin más remedio tuve que volver-. No entendía nada. Era todo tan irracional, sin sentido. Era como una fantasía, pero de las feas, como una pesadilla. El cielo se puso realmente oscuro, tapado en nubes grises. La calle comenzó a encenderse en llamas, las casas, los jardines. Todo quedó como si hubieran pasado soldados lanzando NAPALM. El lugar estaba desierto. Salvo que me encontraba yo, los tipos de traje que me tenían encerrado y los malditos helicópteros que me sobrevolaban muy bajo con sus motores ensordecedores. Me tenían totalmente acorralado y cuando ya no podía ser más infernal el lugar comenzó a temblar la tierra. Todo comenzó a moverse de un lado para el otro con un ritmo constante. El suelo comenzó a agrietarse y luego de algunos largos segundos a unos cuantos metros de mi el suelo cedió y se hundió, dejando un forado bastante grande y profundo. Dentro de él asomaron llamas de fuego furioso y comenzó a salir una niebla densa y un olor a azufre que descomponía el estómago. Era el infierno que se asomaba y creo que venía por mi. Al cabo de un minuto, mientras el miedo me invadía hasta la desesperación, los tipos de traje que me tenían encerrado sin escapatoria se hicieron a un lado para esconderse en algún lugar y de dentro del agujero que se hizo en el suelo se apreció una figura humana que venía caminando hacia mi con paso lento y seguro y que no pude distinguir bien hasta que se paró frente a mis narices y se presentó con voz seria y grave que daba el aspecto de tenebrosa.

-Que tal amigo. Soy el Diablo-.

¡El Diablo! ¡¿Este tipo me está jodiendo?! –dije en la mente-. La verdad es que no tenía el aspecto de ser el Diablo. Tenía el aspecto de un hombre común y corriente de estatura media. No como me imagino a como debería ser el Diablo. Un ser realmente monstruoso. De unos dos metros de altura, con patas de chivo y largos cuernos. Fornido y de piel quemada, de grandes colmillos y manos desgarradoras. Nada de eso. Parecía un hombre salido de la oficina de un banco.

-¿Decepcionado? –dijo-. No respondas, pues no te quiero escuchar. Quiero que sientas el miedo. Pues, tú me has llamado y la verdad que esperaba este momento desde hace mucho tiempo-.

-Hoy vengo a condenar tu alma a la eternidad del infierno por tu rebeldía ante mi sistema económico –y apuntó con su dedo índice acusador-. Sí, pagarás no con la muerte, sino pagarás con esas seis monedas que tienes en tus manos cada vez que bébas un trago, cada vez que vayas a comprar drogas, cada vez que visites una prostituta y consumas cosas que no puedes pagar y que son inútiles para tu vivir. Pues esto es lo que valgo, amigo mío y lo que tú vales y, a donde quiera que vayas de ahora en adelante pagarás mi valor. Pagarás con los seiscientos sesenta y seis pesos una y otra vez. Y una vez que mueras, tu boleto al infierno estará listo. No puedes huir. No hay religión que te salve, ni dios que se apiade de tu alma. Ya estás condenado como todas las almas que ves pasar a diario en la calle.
¿Creías que era una coincidencia que la suma de los valores de las monedas diera como resultado 666 pesos?... ja… ja… ja… -rió de forma burlesca el maldito-.

Quedé totalmente congelado ante semejante condena. Sentí el verdadero terror y la frustración al verme sin escapatoria condenado por el demonio. Quise llorar, pero era imposible.
El Diablo una vez terminó de hablar tomó mi cabeza con ambas manos y besó mi frente dejando una marca. Luego se acercó a mi oído y dijo en voz baja:

-Recuerda que hagas lo que hagas no te salvarás. Tu alma ya me pertenece y sabré cada movimiento que hagas-.

Finalmente, dio media vuelta y volvió al agujero de donde había salido y junto con él se ahogaron las llamas de fuego y se recogió la niebla. Se cerró la tierra y los tipos de traje se iban, los helicópteros volvían a sus madrigueras y todo comenzaba a verse normal nuevamente. Y yo estaba completamente abstraído, helado, tembloroso, sin habla y con los pantalones mojados. No aguanté semejante presión y caí desplomado al suelo con el cigarrillo que ya se había consumido por completo habiendo quemado mis dedos.
Habré quedado inconciente por mucho tiempo porque no recuerdo como al despertar me encontré tirado en el colchón que está en suelo de mi casa. Me puse de pie y salí rápidamente a la calle y fui en dirección hacia el negocio del viejo –como si él tuviera la respuesta a las preguntas que me atormentaban-. Pero me encontré con una sorpresa espeluznante. El negocio había sido consumido por el fuego durante la noche y nadie se había percatado de aquello. No hubieron carros de bomberos, ni ambulancias, ni mirones. Sólo yo llegué a ver lo que había pasado sin haberlo querido. Di un vistazo a aquella desgracia y de entre un montón de brazas aún calientes logré ver el cuerpo calcinado del viejo. Que al principio me dio algo de pesar. Pero luego lo maldije, porque el maldito era un servidor del Diablo. Él lo sabía todo. Pero el maldito ya está muerto y debe estar cocinándose en el infierno. Porque él había sido condenado al infierno y su vida terminaría solamente cuando marcará el destino de otro desafortunado que en esta ocasión fui yo. Y ahora no sé que pasará. Quizás tiene razón el Diablo al haberme dicho que no tengo salvación alguna. Quizás sólo deba caminar hacia mi castigo, como uno más, igual que el resto.