sábado, 26 de abril de 2008

La Araña

Había pasado la media noche y aún continuaba la programación en la televisión. El sueño comenzaba a vencerme después de un agitado día. El sillón estaba mucho más cómodo que otras veces y la noche más tranquila que de costumbre. No resistí. Me dormí sentado con los brazos cruzados y el televisor encendido.

Suponía que la noche era tranquila, pero la noche es el momento en que las pequeñas y temibles criaturas salen a hacer de las suyas. Sin embargo, aún no se atrevían a asomar sus patas por los alrededores de la casa, porque el televisor continuaba encendido proyectando su demencial imagen. Al contrario de las otras temerosas criaturas nocturnas, una de ellas se atrevió a salir de su oscuro agujero. Cuatro pares de patas trepando por la muralla lentamente, una a la vez, como el asesino que acecha a su próxima víctima. Alcanzó el techo y desafiando a la gravedad se quedó sobre mi cuerpo tendido en el sillón, mirando fijamente con todos sus ojos malignos. Algo se tramaba la maldita. Aferró su telaraña y comenzó a descender poco apoco, cautelosamente sin levantar sospechas de sus intenciones. Se detuvo frente a mi rostro y se percató de que aún estuviera dormido. Extendió sus patas delanteras y se aventuró hacia mi boca media abierta. Se deslizó dentro de ella con su definida cautela y sin darme cuenta de nada bajó por el conducto digestivo hasta el estómago. No sé qué pretendía. Pero fue cuando sentí un fuerte dolor y un chillido de pesadilla que me despertó. Eran chillidos desesperantes como una tortura. Los ácidos gástricos quemaban el citoesqueleto de la araña lentamente. Su grito de desesperación se amplificaba en el estómago que se llenaba de ácido gástrico quemando y hundiendo hasta dejarla deshecha.

A medio dormir me incorporé con la boca abierta y salivada y una extraña sensación en el estómago. Como si algo se moviera desesperadamente. Miré el televisor y ya había terminado la programación. Centellaba esa imagen demencial de puntos negros y blancos y el chicharreo molesto que le acompaña. Lo apagué de mala gana, me levanté y tomé mi estómago, que gritaba aún, con ambas manos. Pues no sabía si era hambre o algo que había comido que me cayó mal. Lo único que sabía y quería en ese instante era tirarme en la cama y poder dormir. Y, quizás, no volver a despertar.