lunes, 28 de enero de 2008

DETRÁS DEL MARCO

La desesperación se hacía insoportable. El dolor hacía que mi cuerpo desnudo y sudoroso se recogiera intentando calmarlo, y con las manos intentaba darle alguna utilidad efectiva a una puntiaguda varilla de diez centímetros de largo, tratando de olvidar todo aquel dolor que sentía en ese momento. Pero no sabía como arrancarlo de mi, a dónde dejarlo ni cómo olvidarlo.

Estaba en un lugar en el cual jamás había estado antes y tampoco recuerdo como llegué hasta allí. No había nada, ni árboles, ni muebles, ni calles, sólo el húmedo suelo que iba poco a poco absorbiéndome en el barro. Era todo oscuro, hasta el cielo, no había luna que iluminara ni estrella que pudiera servir de guía. Sin embargo, en una inquietante búsqueda por encontrar algún vestigio de luz, girando la cabeza hacia la izquierda logré ver algo. Era simplemente el marco de madera de una puerta. Traté de viajar hasta aquel marco pero sólo lo pude hacer con la vista, el barro me tenía completamente atrapado. Con mucho esfuerzo llegué hasta el marco de madera y una vez se disipó la borrosidad de los ojos, consecuencia del prolongado tiempo en la oscuridad absoluta, pude observar qué había detrás de éste. Un bosque de bellotos secos bajo cenizas que caían desde el cielo lentamente. Era un paisaje devastado, triste y sombrío. Pero lo más inquietante y escalofriante fue que en medio del marco de madera colgaba ahorcada una joven. Hermosa, vestida con una túnica blanca que hacía resaltar su rostro de piel clara, suave y fría. Sus labios se ahogaron en un matiz azulado, sus pies flotaban descalzos y sus manos muertas colgaban impotentes. Su pelo negro y húmedo bajaba por los hombros hasta la cintura. Parecía un ángel de profunda belleza. El verla allí colgando de su hermoso cuello, marcado por la soga, me provocaba una enorme tristeza. Sin embargo, más deseaba observarla y llenarme de su belleza. Busqué su rostro y miré a sus ojos. Estaban muy abiertos y en ellos encontré una mirada fija y profunda clavada en mi. No sentía miedo en ese instante pero la pena me invadió por dentro recorriéndome de cabeza a pies. Luego, se transformó en un angustioso vacío. La puntiaguda varilla se rompió en la mano y las pocas lágrimas que quedaban se estancaron en las glándulas lagrimales sin poder caer. No había forma de sacar semejante pena ni mucho menos llenar aquel vacío. Sólo podía verla allí colgada sin saber que hacer. No sabía si acudir hasta ella y tomar su rostro para luego bajarla, o dar media vuelta y largarme de aquel lugar. Pero la verdad, no podía hacer absolutamente nada. Sólo quedarme allí parado contemplándola.