No se podía ver nada. La oscuridad era profunda, ciega, negra como el mismo petróleo. Tener los ojos cerrados me permitía ver más cosas que cuando los abría. El frío hacía llegar las convulsiones, más aún cuando estaba desnudo sobre una lata de acero tapado por un delgado plástico hasta el tórax. No podía moverme, había paredes de metal frío por todas partes cercándome en una caja. Era una caja oscura, helada, asfixiante y claustrofóbica. Las convulsiones cada vez se hacían más fuertes y consecutivas. Los espasmos hacían golpearme la cabeza contra el metal que me rodeaba y ya no aguantaba más, sólo quería salir de ahí a toda costa.
Aturdido por los golpes en la cabeza, los espasmos cesaron. Pero ahora el encierro me jugaba una mala pasada. Comenzaba la claustrofobia, el dolor de estómago asfixiaba, el pecho se apretaba fuerte aprisionando el grito que golpeaba en la garganta para salir. ¿Por qué no se acababa todo? ¿Por qué no llegaba la muerte a buscarme? Simplemente quería salir de ese lugar. Comencé a dar golpes desesperadamente con las manos empuñadas a los costados y arriba, con los pies pegaba patadas donde fuera. Estaba agotado, los pies dolían, las muñecas estaban destrozadas y el sudor se apozaba en la lata de acero que había bajo mi espalda. Cerré los ojos, ya cansado, para que el tiempo pudiera hacer lo suyo conmigo y ya no abrirlos nunca más.
Sin embargo, nuevamente desperté. Ahora bajo una luz enceguecedora y molesta. Estaba en una habitación de cerámicas blancas sobre una mesa de acero frío y brillante. El piso estaba manchado en sangre que corría hacia una canaleta que cruzaba la habitación. Sangre que brotaba del suelo como un manantial natural. Me levanté de la camilla medio aturdido y las piernas temblaron descontroladas haciéndome caer de cara contra el piso húmedo y manchado. Tomé bocanadas de aire (que no había) para hacerme de fuerzas (que no tenía) para levantarme. Miré al frente y todo comenzó a dar vueltas. Miré mis manos descoloridas y tomé mi cabeza para ponerla en su lugar. Observé la habitación buscando alguien. Buscando una salida. No había nadie dentro de las cuatro frías paredes sin ventanas. Sólo había un par de camillas de acero bajo una lámpara de tres focos; una especie de freezer gigante con muchos compartimientos cerrados a excepción de uno; y esa maldita sangre en el piso que corría hacía la canaleta que terminaba en un desagüe al otro lado de una entrada sin puerta. Una entrada de barrotes verticales que impedían el paso. No había cerradura. No había luz al otro lado de las rejas.
Busqué con paciencia. Grité desesperado. No había ayuda, sólo miedo y escalofríos, sangre y humedad, oscuridad dentro y fuera. Simplemente no había vida al otro lado de las rejas. En mi mundo o en el de ellos.
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lunes, 9 de febrero de 2009
El lado del silencio
miércoles, 4 de junio de 2008
Perro come-niños
Todos los días caminaba por aquella calle, que se hacía eterna y perturbadora, para poder ir a jugar a la plaza con mis amigos. Todos los días tenía que pasar por el frente de aquella casa lúgubre, descuidada y siniestra que me hacía correr de miedo. La reja estaba oxidada y la protegían unas altas ligustrinas medias secas. El pasto en el jardín estaba amarillo y en algunos rincones se asomaba la tierra polvorienta. Casi al final del jardín, al fondo, habían dos pinos de mediana altura que tapaban un gran portón de madera que guardaba infinidades de secretos.
En esa casa vivía un hombre grande, muy grande, debe haber tenido más de dos metros de altura. De piel morena y seca, de cabello largo, con la nariz quebrada provocándole un molesto jadeo. Su barriga se imponía por debajo de su camisa roja a cuadros y su caminar pesado retumbaba el suelo por el poder terrible de sus grandes zapatos; usaba siempre unos pantalones gruesos y oscuros afirmados por un cinturón de cuero que todo padre, de hijos rebeldes, quisiera tener.
Cada vez que pasaba por ahí tenía la incómoda sensación que me observaban desde el fondo del patio un par de ojos que enviaban energía siniestra. Me enviaban el mensaje que nunca quise escuchar.
-Pronto llegará tu hora-.
Todos los días me llegaba el mensaje como una condena. Todos los días corría sin mirar atrás aterrorizado. Llegaba a la plaza con el corazón palpitando a doscientas pulsaciones por minuto al borde del infarto, sudando frío y completamente pálido. Mis amigos ya se reían de verme llegar así cada día y ya había pasado a ser parte de sus burlas.
La vuelta a casa era más tranquila. Tomaba otra ruta. Más larga, quizás no más segura. Pero no tenía que pasar por esa terrorífica casa endemoniada. Podía dormir más tranquilo en la noche. Sin embargo, no dejaba de atormentarme aquella condena. De la cual ni siquiera sabía quién era el que me había condenado.
Unos de esos tantos días en que me dirigía a jugar. Olvidé que tendría que pasar por la casa maldita. Ese día estaba más feliz de lo normal. Por lo que iba jugando por la calle. Al momento de pasar por la casa quedé congelado, estaba muy cerca de ella. No podía moverme y la felicidad con la cual iba desapareció. Un golpe azotó la reja, quedé frente a frente con una bestia abominable. Sus ojos me miraban con odio y sangre, mientras su ladrido me enviaba a tierra. Me paré de la forma en la que pude y salí corriendo como jamás antes lo había hecho. Fue el peor susto que tuve en mi vida.
Esta vez llegué más alterado de lo normal donde mis amigos, más pálido y frío, con el corazón en las manos. Como era de esperarse comenzaron a burlarse pero esta vez mi reacción no fue la de siempre. El grupo de burlones hizo silencio y me miraban mientras trataba de controlar la respiración. Uno de ellos me tomó de los hombros, me miró a los ojos y me preguntó.
-¿Qué viste?-
-La bestia más feroz y horrible que pueda existir-. Respondí con esfuerzo.
Se miraron unos a otros en silencio, hablándose con la mirada. Cómplices de un secreto, del cual no tenía conocimiento.
Entonces supe la historia de aquella abominación. Engendrado en los infiernos y regalado al viejo por el mismo Lucifer a partir de un pacto que ambos hicieron. Un perro maquiavélico devorador de lo que tuviera vida y se moviera. Devorador de hombres. Al cual se le atribuye la desaparición de cinco niños hace algún tiempo atrás. Pero nunca pudieron comprobarlo, porque nunca encontraron prueba alguna, ni rastro que diera con el paradero de esos niños.
Estaba claro. Ese perro era el responsable, quién más podría serlo. Tenía la idea clavada en mi cabeza. Ahora, quién sería su próxima víctima. Quién más, cada día me enviaba esa horrible condena. Mi existencia estaba en peligro. Ya no podría salir de casa. Esa bestia podría estar suelta en la calle. Esperándome, buscándome, llamándome para cumplir con su terrible tarea de devorarme.
He estado meses encerrado en mi casa sin querer salir. Mis amigos me van a buscar y me escondo de ellos. Invento una excusa para quedarme en casa. Los días se han hecho largos. Sin embargo, bajo la insistencia de mis amigos a que salga y las ganas enormes que tengo por recrearme, accedí está vez. Olvidé por un momento todo lo que tenía que ver con el perro ese. Íbamos caminando muy alegres hacia la plaza, riéndonos como es de costumbre y molestando a quien se nos cruce por el camino. Cuando fuimos llegando hasta la casa del viejo, el aire se torno
denso. La atmósfera cambió por completo, hasta darte escalofríos. El silencio fue absoluto entre nosotros. Nuestros rostros cambiaron de felicidad a suspenso y tensión. Los pasos se hicieron más cautelosos y la mirada hacia todos lados, como si fuéramos caminando por la selva en medio de una guerra. Mientras íbamos pasando por enfrente de la casa del viejo me percaté que la puerta de la reja estaba abierta de par en par. El miedo en ese instante se hizo extremo. Quedé paralizado mirando hacia la casa de donde apareció la figura de la abominación canina corriendo hacia mí enfurecido. Era enorme, de pelaje oscuro y hocico puntiagudo, de los cuales afloraban sus colmillos sedientos de sangre. Sus ojos me miraban fijamente y se acercaban con rapidez y desafiantes. No pude más y corrí. Corrí hacia cualquier lugar. Mis amigos escaparon también, pero a quien quería era a mi. Estaba detrás, olía mi miedo y lo disfrutaba. Saltó sobre mi espalda tirándome a tierra. Esperó a que me volteara y mirarme a los ojos para clavar sus colmillos en mi antebrazo, el cual puse para poder defenderme. Lo trituró con la fuerza de su hocico. Trate de golpearle la cabeza con el otro brazo que me quedaba. Pero ya estaba todo perdido. Me tenía tomado del cuello y me movía de un lado para el otro. Me elevaba, pero nunca me soltó. Mis amigos y la gente que salió de sus casas miraban con horror aquel espectáculo sangriento. El viejo se aproximó desde su casa con un rifle a paso lento y pesado. Miró a su compañero a los ojos y puso el cañón sobre su frente. No hubo remordimientos, ni ojos cerrados. El viejo apretó el gatillo y la bala destrozó el cráneo del perro.
Nuestros cuerpos quedaron tirados en la calle, sobre un río de sangre que se iba por el alcantarillado. Ayer quizás caminaba con miedo, solitario por las calles. Hoy veo desde otro lugar como juegan los niños en la plaza, ya no me siento tan solo y estoy más protegido. Hoy camino junto a mi amigo el perro quien ha querido estar a mi lado desde el momento de nuestras muertes. Es un buen compañero, es un buen amigo.
En esa casa vivía un hombre grande, muy grande, debe haber tenido más de dos metros de altura. De piel morena y seca, de cabello largo, con la nariz quebrada provocándole un molesto jadeo. Su barriga se imponía por debajo de su camisa roja a cuadros y su caminar pesado retumbaba el suelo por el poder terrible de sus grandes zapatos; usaba siempre unos pantalones gruesos y oscuros afirmados por un cinturón de cuero que todo padre, de hijos rebeldes, quisiera tener.
Cada vez que pasaba por ahí tenía la incómoda sensación que me observaban desde el fondo del patio un par de ojos que enviaban energía siniestra. Me enviaban el mensaje que nunca quise escuchar.
-Pronto llegará tu hora-.
Todos los días me llegaba el mensaje como una condena. Todos los días corría sin mirar atrás aterrorizado. Llegaba a la plaza con el corazón palpitando a doscientas pulsaciones por minuto al borde del infarto, sudando frío y completamente pálido. Mis amigos ya se reían de verme llegar así cada día y ya había pasado a ser parte de sus burlas.
La vuelta a casa era más tranquila. Tomaba otra ruta. Más larga, quizás no más segura. Pero no tenía que pasar por esa terrorífica casa endemoniada. Podía dormir más tranquilo en la noche. Sin embargo, no dejaba de atormentarme aquella condena. De la cual ni siquiera sabía quién era el que me había condenado.
Unos de esos tantos días en que me dirigía a jugar. Olvidé que tendría que pasar por la casa maldita. Ese día estaba más feliz de lo normal. Por lo que iba jugando por la calle. Al momento de pasar por la casa quedé congelado, estaba muy cerca de ella. No podía moverme y la felicidad con la cual iba desapareció. Un golpe azotó la reja, quedé frente a frente con una bestia abominable. Sus ojos me miraban con odio y sangre, mientras su ladrido me enviaba a tierra. Me paré de la forma en la que pude y salí corriendo como jamás antes lo había hecho. Fue el peor susto que tuve en mi vida.
Esta vez llegué más alterado de lo normal donde mis amigos, más pálido y frío, con el corazón en las manos. Como era de esperarse comenzaron a burlarse pero esta vez mi reacción no fue la de siempre. El grupo de burlones hizo silencio y me miraban mientras trataba de controlar la respiración. Uno de ellos me tomó de los hombros, me miró a los ojos y me preguntó.
-¿Qué viste?-
-La bestia más feroz y horrible que pueda existir-. Respondí con esfuerzo.
Se miraron unos a otros en silencio, hablándose con la mirada. Cómplices de un secreto, del cual no tenía conocimiento.
Entonces supe la historia de aquella abominación. Engendrado en los infiernos y regalado al viejo por el mismo Lucifer a partir de un pacto que ambos hicieron. Un perro maquiavélico devorador de lo que tuviera vida y se moviera. Devorador de hombres. Al cual se le atribuye la desaparición de cinco niños hace algún tiempo atrás. Pero nunca pudieron comprobarlo, porque nunca encontraron prueba alguna, ni rastro que diera con el paradero de esos niños.
Estaba claro. Ese perro era el responsable, quién más podría serlo. Tenía la idea clavada en mi cabeza. Ahora, quién sería su próxima víctima. Quién más, cada día me enviaba esa horrible condena. Mi existencia estaba en peligro. Ya no podría salir de casa. Esa bestia podría estar suelta en la calle. Esperándome, buscándome, llamándome para cumplir con su terrible tarea de devorarme.
He estado meses encerrado en mi casa sin querer salir. Mis amigos me van a buscar y me escondo de ellos. Invento una excusa para quedarme en casa. Los días se han hecho largos. Sin embargo, bajo la insistencia de mis amigos a que salga y las ganas enormes que tengo por recrearme, accedí está vez. Olvidé por un momento todo lo que tenía que ver con el perro ese. Íbamos caminando muy alegres hacia la plaza, riéndonos como es de costumbre y molestando a quien se nos cruce por el camino. Cuando fuimos llegando hasta la casa del viejo, el aire se torno

Nuestros cuerpos quedaron tirados en la calle, sobre un río de sangre que se iba por el alcantarillado. Ayer quizás caminaba con miedo, solitario por las calles. Hoy veo desde otro lugar como juegan los niños en la plaza, ya no me siento tan solo y estoy más protegido. Hoy camino junto a mi amigo el perro quien ha querido estar a mi lado desde el momento de nuestras muertes. Es un buen compañero, es un buen amigo.
sábado, 26 de abril de 2008
La Araña
Había pasado la media noche y aún continuaba la programación en la televisión. El sueño comenzaba a vencerme después de un agitado día. El sillón estaba mucho más cómodo que otras veces y la noche más tranquila que de costumbre. No resistí. Me dormí sentado con los brazos cruzados y el televisor encendido.

Suponía que la noche era tranquila, pero la noche es el momento en que las pequeñas y temibles criaturas salen a hacer de las suyas. Sin embargo, aún no se atrevían a asomar sus patas por los alrededores de la casa, porque el televisor continuaba encendido proyectando su demencial imagen. Al contrario de las otras temerosas criaturas nocturnas, una de ellas se atrevió a salir de su oscuro agujero. Cuatro pares de patas trepando por la muralla lentamente, una a la vez, como el asesino que acecha a su próxima víctima. Alcanzó el techo y desafiando a la gravedad se quedó sobre mi cuerpo tendido en el sillón, mirando fijamente con todos sus ojos malignos. Algo se tramaba la maldita. Aferró su telaraña y comenzó a descender poco apoco, cautelosamente sin levantar sospechas de sus intenciones. Se detuvo frente a mi rostro y se percató de que aún estuviera dormido. Extendió sus patas delanteras y se aventuró hacia mi boca media abierta. Se deslizó dentro de ella con su definida cautela y sin darme cuenta de nada bajó por el conducto digestivo hasta el estómago. No sé qué pretendía. Pero fue cuando sentí un fuerte dolor y un chillido de pesadilla que me despertó. Eran chillidos desesperantes como una tortura. Los ácidos gástricos quemaban el citoesqueleto de la araña lentamente. Su grito de desesperación se amplificaba en el estómago que se llenaba de ácido gástrico quemando y hundiendo hasta dejarla deshecha.
A medio dormir me incorporé con la boca abierta y salivada y una extraña sensación en el estómago. Como si algo se moviera desesperadamente. Miré el televisor y ya había terminado la programación. Centellaba esa imagen demencial de puntos negros y blancos y el chicharreo molesto que le acompaña. Lo apagué de mala gana, me levanté y tomé mi estómago, que gritaba aún, con ambas manos. Pues no sabía si era hambre o algo que había comido que me cayó mal. Lo único que sabía y quería en ese instante era tirarme en la cama y poder dormir. Y, quizás, no volver a despertar.

Suponía que la noche era tranquila, pero la noche es el momento en que las pequeñas y temibles criaturas salen a hacer de las suyas. Sin embargo, aún no se atrevían a asomar sus patas por los alrededores de la casa, porque el televisor continuaba encendido proyectando su demencial imagen. Al contrario de las otras temerosas criaturas nocturnas, una de ellas se atrevió a salir de su oscuro agujero. Cuatro pares de patas trepando por la muralla lentamente, una a la vez, como el asesino que acecha a su próxima víctima. Alcanzó el techo y desafiando a la gravedad se quedó sobre mi cuerpo tendido en el sillón, mirando fijamente con todos sus ojos malignos. Algo se tramaba la maldita. Aferró su telaraña y comenzó a descender poco apoco, cautelosamente sin levantar sospechas de sus intenciones. Se detuvo frente a mi rostro y se percató de que aún estuviera dormido. Extendió sus patas delanteras y se aventuró hacia mi boca media abierta. Se deslizó dentro de ella con su definida cautela y sin darme cuenta de nada bajó por el conducto digestivo hasta el estómago. No sé qué pretendía. Pero fue cuando sentí un fuerte dolor y un chillido de pesadilla que me despertó. Eran chillidos desesperantes como una tortura. Los ácidos gástricos quemaban el citoesqueleto de la araña lentamente. Su grito de desesperación se amplificaba en el estómago que se llenaba de ácido gástrico quemando y hundiendo hasta dejarla deshecha.
A medio dormir me incorporé con la boca abierta y salivada y una extraña sensación en el estómago. Como si algo se moviera desesperadamente. Miré el televisor y ya había terminado la programación. Centellaba esa imagen demencial de puntos negros y blancos y el chicharreo molesto que le acompaña. Lo apagué de mala gana, me levanté y tomé mi estómago, que gritaba aún, con ambas manos. Pues no sabía si era hambre o algo que había comido que me cayó mal. Lo único que sabía y quería en ese instante era tirarme en la cama y poder dormir. Y, quizás, no volver a despertar.
jueves, 28 de febrero de 2008
Corazón de Metal
Estaba ahí en el quirófano, tendido sobre una fría camilla, sofocado en tubos que entraban y salían de mi cuerpo. Alrededor varias personas corrían de un lado para el otro sin saber que hacer realmente. Mi estado era crítico, había que actuar de forma inmediata, estaba muriendo. Lentamente, pero estaba muriendo.
Hasta ese momento todavía no había un donante y el tiempo se acababa. La verdad, ya no quedaba tiempo. Todo era cuestión de minutos. Estaba entrando a un rumbo que ya había conocido en otra oportunidad y esta vez, quizás, no había regreso.
Sin embargo, entre el ajetreo de las enfermeras y el "no se que hacer" de los doctores, que esperaban transplantarme un corazón de algún donante que no había, entró por la puerta un herrero. Un viejo fornido de abundante barba plateada cargando en sus manos, protegidas por unos gruesos guantes de cuero que le llegaban casi hasta los codos, una pieza de, por lo menos, sesenta kilos de acero fundido recién sacada de los hornos del infierno y moldeada a tal forma que fuera lo más parecido a un corazón, para que pudiera caber de alguna manera en el lugar al cual sería destinado.
Los cirujanos no perdieron más tiempo y comenzaron a abrir mi pecho de forma milimétrica sin que éste derramara una gota de sangre. Quitaron de allí despojos que tenía de corazón, pedazos desgarrados y revueltos. Luego, succionaron la sangre que llenaba el agujero como un mar rojo, para que rápidamente el herrero pusiera el metal en su lugar. Pero la abertura que realizaron los cirujanos no fue suficiente. A la mitad la pesada pieza de metal quedó atorada, a lo cual, el herrero sin perder un segundo tomó un gran martillo, hizo a un lado a los médicos que estorbaban de un empujón y con ambas manos lo elevó por sobre su cabeza y dio un certero golpe en el metal, haciendo que éste pudiera entrar por completo a su nuevo lugar. Como aún estaba casi al rojo vivo, el metal caliente cauterizó todo a su alrededor, dejando sentir el aroma a carne asada y jugosa. Sin embargo, el trabajo aún no estaba concluido. Todavía había que hacer funcionar el nuevo corazón. Por lo qué, el cirujano jefe tomó unas paletas desfibriladoras y colocó los electrodos sobre el metal para darle fuertes descargas eléctricas. Descargas eléctricas fuera de lo normal que hacían quedar en momentos a oscuras, donde un haz azulado saliendo del pecho iluminaba la cara de demencia del médico que sonreía por semejante obra.
Al parecer me sacaron nuevamente de las garras de la muerte y desperté de un largo sueño en una habitación desconocida y desolada. No me hice esperar, tenía que salir de esa fría cama y ver que pasaba. Porque no entendía absolutamente nada. Me encontré semidesnudo y me parecía extraña la cicatriz que adornaba mi pecho que seguí con el índice de mi mano derecha en un recorrido perfecto que comenzaba desde el hombro y que caía por el pectoral izquierdo de forma diagonal hasta el final inferior del esternón. La habitación era amplia de paredes blancas, pero estaba vacía. Sólo había un catre viejo de fierro y sábanas blancas que me tapaban hasta la cintura. No pude evitar sentir incomodidad y desentendimiento ya que desperté confundido y no había nadie quien me diera respuestas. Por lo cual, con esfuerzo me senté en la cama para luego ponerme de pie con más esfuerzo aún. Pero una vez que lo hice mis piernas temblaron y sentí un peso enorme acompañado de un fuerte dolor en el pecho que anudaba mi garganta. No flaqueé e hice un esfuerzo por mantenerme de pie apoyándome en la muralla. Luego, me dirigí hasta una ventana de finas cortinas de ceda blanca que flameaban con el soplar del viento. Me paré frente a ella y miré hacia fuera. No había nada, no habían respuestas y el viento soplaba silencioso en mi cara y hacía danzar mis cabellos. Pero no entendía nada. Algo pesaba en mi pecho y me acompañaba un fuerte dolor que anudaba mi garganta, y no entendía nada de lo que me estaba pasando. Sin embargo, sabía muy dentro de mi que ya nada sería igual.
Hasta ese momento todavía no había un donante y el tiempo se acababa. La verdad, ya no quedaba tiempo. Todo era cuestión de minutos. Estaba entrando a un rumbo que ya había conocido en otra oportunidad y esta vez, quizás, no había regreso.
Sin embargo, entre el ajetreo de las enfermeras y el "no se que hacer" de los doctores, que esperaban transplantarme un corazón de algún donante que no había, entró por la puerta un herrero. Un viejo fornido de abundante barba plateada cargando en sus manos, protegidas por unos gruesos guantes de cuero que le llegaban casi hasta los codos, una pieza de, por lo menos, sesenta kilos de acero fundido recién sacada de los hornos del infierno y moldeada a tal forma que fuera lo más parecido a un corazón, para que pudiera caber de alguna manera en el lugar al cual sería destinado.
Los cirujanos no perdieron más tiempo y comenzaron a abrir mi pecho de forma milimétrica sin que éste derramara una gota de sangre. Quitaron de allí despojos que tenía de corazón, pedazos desgarrados y revueltos. Luego, succionaron la sangre que llenaba el agujero como un mar rojo, para que rápidamente el herrero pusiera el metal en su lugar. Pero la abertura que realizaron los cirujanos no fue suficiente. A la mitad la pesada pieza de metal quedó atorada, a lo cual, el herrero sin perder un segundo tomó un gran martillo, hizo a un lado a los médicos que estorbaban de un empujón y con ambas manos lo elevó por sobre su cabeza y dio un certero golpe en el metal, haciendo que éste pudiera entrar por completo a su nuevo lugar. Como aún estaba casi al rojo vivo, el metal caliente cauterizó todo a su alrededor, dejando sentir el aroma a carne asada y jugosa. Sin embargo, el trabajo aún no estaba concluido. Todavía había que hacer funcionar el nuevo corazón. Por lo qué, el cirujano jefe tomó unas paletas desfibriladoras y colocó los electrodos sobre el metal para darle fuertes descargas eléctricas. Descargas eléctricas fuera de lo normal que hacían quedar en momentos a oscuras, donde un haz azulado saliendo del pecho iluminaba la cara de demencia del médico que sonreía por semejante obra.
Al parecer me sacaron nuevamente de las garras de la muerte y desperté de un largo sueño en una habitación desconocida y desolada. No me hice esperar, tenía que salir de esa fría cama y ver que pasaba. Porque no entendía absolutamente nada. Me encontré semidesnudo y me parecía extraña la cicatriz que adornaba mi pecho que seguí con el índice de mi mano derecha en un recorrido perfecto que comenzaba desde el hombro y que caía por el pectoral izquierdo de forma diagonal hasta el final inferior del esternón. La habitación era amplia de paredes blancas, pero estaba vacía. Sólo había un catre viejo de fierro y sábanas blancas que me tapaban hasta la cintura. No pude evitar sentir incomodidad y desentendimiento ya que desperté confundido y no había nadie quien me diera respuestas. Por lo cual, con esfuerzo me senté en la cama para luego ponerme de pie con más esfuerzo aún. Pero una vez que lo hice mis piernas temblaron y sentí un peso enorme acompañado de un fuerte dolor en el pecho que anudaba mi garganta. No flaqueé e hice un esfuerzo por mantenerme de pie apoyándome en la muralla. Luego, me dirigí hasta una ventana de finas cortinas de ceda blanca que flameaban con el soplar del viento. Me paré frente a ella y miré hacia fuera. No había nada, no habían respuestas y el viento soplaba silencioso en mi cara y hacía danzar mis cabellos. Pero no entendía nada. Algo pesaba en mi pecho y me acompañaba un fuerte dolor que anudaba mi garganta, y no entendía nada de lo que me estaba pasando. Sin embargo, sabía muy dentro de mi que ya nada sería igual.
lunes, 28 de enero de 2008
DETRÁS DEL MARCO
La desesperación se hacía insoportable. El dolor hacía que mi cuerpo desnudo y sudoroso se recogiera intentando calmarlo, y con las manos intentaba darle alguna utilidad efectiva a una puntiaguda varilla de diez centímetros de largo, tratando de olvidar todo aquel dolor que sentía en ese momento. Pero no sabía como arrancarlo de mi, a dónde dejarlo ni cómo olvidarlo.
Estaba en un lugar en el cual jamás había estado antes y tampoco recuerdo como llegué hasta allí. No había nada, ni árboles, ni muebles, ni calles, sólo el húmedo suelo que iba poco a poco absorbiéndome en el barro. Era todo oscuro, hasta el cielo, no había luna que iluminara ni estrella que pudiera servir de guía. Sin embargo, en una inquietante búsqueda por encontrar algún vestigio de luz, girando la cabeza hacia la izquierda logré ver algo. Era simplemente el marco de madera de una puerta. Traté de viajar hasta aquel marco pero sólo lo pude hacer con la vista, el barro me tenía completamente atrapado. Con mucho esfuerzo llegué hasta el marco de madera y una vez se disipó la borrosidad de los ojos, consecuencia del prolongado tiempo en la oscuridad absoluta, pude observar qué había detrás de éste. Un bosque de bellotos secos bajo cenizas que caían desde el cielo lentamente. Era un paisaje devastado, triste y sombrío. Pero lo más inquietante y escalofriante fue que en medio del marco de madera colgaba ahorcada una joven. Hermosa, vestida con una túnica blanca que hacía resaltar su rostro de piel clara, suave y fría. Sus labios se ahogaron en un matiz azulado, sus pies flotaban descalzos y sus manos muertas colgaban impotentes. Su pelo negro y húmedo bajaba por los hombros hasta la cintura. Parecía un ángel de profunda belleza. El verla allí colgando de su hermoso cuello, marcado por la soga, me provocaba una enorme tristeza. Sin embargo, más deseaba observarla y llenarme de su belleza. Busqué su rostro y miré a sus ojos. Estaban muy abiertos y en ellos encontré una mirada fija y profunda clavada en mi. No sentía miedo en ese instante pero la pena me invadió por dentro recorriéndome de cabeza a pies. Luego, se transformó en un angustioso vacío. La puntiaguda varilla se rompió en la mano y las pocas lágrimas que quedaban se estancaron en las glándulas lagrimales sin poder caer. No había forma de sacar semejante pena ni mucho menos llenar aquel vacío. Sólo podía verla allí colgada sin saber que hacer. No sabía si acudir hasta ella y tomar su rostro para luego bajarla, o dar media vuelta y largarme de aquel lugar. Pero la verdad, no podía hacer absolutamente nada. Sólo quedarme allí parado contemplándola.
Estaba en un lugar en el cual jamás había estado antes y tampoco recuerdo como llegué hasta allí. No había nada, ni árboles, ni muebles, ni calles, sólo el húmedo suelo que iba poco a poco absorbiéndome en el barro. Era todo oscuro, hasta el cielo, no había luna que iluminara ni estrella que pudiera servir de guía. Sin embargo, en una inquietante búsqueda por encontrar algún vestigio de luz, girando la cabeza hacia la izquierda logré ver algo. Era simplemente el marco de madera de una puerta. Traté de viajar hasta aquel marco pero sólo lo pude hacer con la vista, el barro me tenía completamente atrapado. Con mucho esfuerzo llegué hasta el marco de madera y una vez se disipó la borrosidad de los ojos, consecuencia del prolongado tiempo en la oscuridad absoluta, pude observar qué había detrás de éste. Un bosque de bellotos secos bajo cenizas que caían desde el cielo lentamente. Era un paisaje devastado, triste y sombrío. Pero lo más inquietante y escalofriante fue que en medio del marco de madera colgaba ahorcada una joven. Hermosa, vestida con una túnica blanca que hacía resaltar su rostro de piel clara, suave y fría. Sus labios se ahogaron en un matiz azulado, sus pies flotaban descalzos y sus manos muertas colgaban impotentes. Su pelo negro y húmedo bajaba por los hombros hasta la cintura. Parecía un ángel de profunda belleza. El verla allí colgando de su hermoso cuello, marcado por la soga, me provocaba una enorme tristeza. Sin embargo, más deseaba observarla y llenarme de su belleza. Busqué su rostro y miré a sus ojos. Estaban muy abiertos y en ellos encontré una mirada fija y profunda clavada en mi. No sentía miedo en ese instante pero la pena me invadió por dentro recorriéndome de cabeza a pies. Luego, se transformó en un angustioso vacío. La puntiaguda varilla se rompió en la mano y las pocas lágrimas que quedaban se estancaron en las glándulas lagrimales sin poder caer. No había forma de sacar semejante pena ni mucho menos llenar aquel vacío. Sólo podía verla allí colgada sin saber que hacer. No sabía si acudir hasta ella y tomar su rostro para luego bajarla, o dar media vuelta y largarme de aquel lugar. Pero la verdad, no podía hacer absolutamente nada. Sólo quedarme allí parado contemplándola.
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