miércoles, 4 de junio de 2008

Perro come-niños

Todos los días caminaba por aquella calle, que se hacía eterna y perturbadora, para poder ir a jugar a la plaza con mis amigos. Todos los días tenía que pasar por el frente de aquella casa lúgubre, descuidada y siniestra que me hacía correr de miedo. La reja estaba oxidada y la protegían unas altas ligustrinas medias secas. El pasto en el jardín estaba amarillo y en algunos rincones se asomaba la tierra polvorienta. Casi al final del jardín, al fondo, habían dos pinos de mediana altura que tapaban un gran portón de madera que guardaba infinidades de secretos.
En esa casa vivía un hombre grande, muy grande, debe haber tenido más de dos metros de altura. De piel morena y seca, de cabello largo, con la nariz quebrada provocándole un molesto jadeo. Su barriga se imponía por debajo de su camisa roja a cuadros y su caminar pesado retumbaba el suelo por el poder terrible de sus grandes zapatos; usaba siempre unos pantalones gruesos y oscuros afirmados por un cinturón de cuero que todo padre, de hijos rebeldes, quisiera tener.
Cada vez que pasaba por ahí tenía la incómoda sensación que me observaban desde el fondo del patio un par de ojos que enviaban energía siniestra. Me enviaban el mensaje que nunca quise escuchar.
-Pronto llegará tu hora-.
Todos los días me llegaba el mensaje como una condena. Todos los días corría sin mirar atrás aterrorizado. Llegaba a la plaza con el corazón palpitando a doscientas pulsaciones por minuto al borde del infarto, sudando frío y completamente pálido. Mis amigos ya se reían de verme llegar así cada día y ya había pasado a ser parte de sus burlas.
La vuelta a casa era más tranquila. Tomaba otra ruta. Más larga, quizás no más segura. Pero no tenía que pasar por esa terrorífica casa endemoniada. Podía dormir más tranquilo en la noche. Sin embargo, no dejaba de atormentarme aquella condena. De la cual ni siquiera sabía quién era el que me había condenado.
Unos de esos tantos días en que me dirigía a jugar. Olvidé que tendría que pasar por la casa maldita. Ese día estaba más feliz de lo normal. Por lo que iba jugando por la calle. Al momento de pasar por la casa quedé congelado, estaba muy cerca de ella. No podía moverme y la felicidad con la cual iba desapareció. Un golpe azotó la reja, quedé frente a frente con una bestia abominable. Sus ojos me miraban con odio y sangre, mientras su ladrido me enviaba a tierra. Me paré de la forma en la que pude y salí corriendo como jamás antes lo había hecho. Fue el peor susto que tuve en mi vida.
Esta vez llegué más alterado de lo normal donde mis amigos, más pálido y frío, con el corazón en las manos. Como era de esperarse comenzaron a burlarse pero esta vez mi reacción no fue la de siempre. El grupo de burlones hizo silencio y me miraban mientras trataba de controlar la respiración. Uno de ellos me tomó de los hombros, me miró a los ojos y me preguntó.
-¿Qué viste?-
-La bestia más feroz y horrible que pueda existir-. Respondí con esfuerzo.
Se miraron unos a otros en silencio, hablándose con la mirada. Cómplices de un secreto, del cual no tenía conocimiento.
Entonces supe la historia de aquella abominación. Engendrado en los infiernos y regalado al viejo por el mismo Lucifer a partir de un pacto que ambos hicieron. Un perro maquiavélico devorador de lo que tuviera vida y se moviera. Devorador de hombres. Al cual se le atribuye la desaparición de cinco niños hace algún tiempo atrás. Pero nunca pudieron comprobarlo, porque nunca encontraron prueba alguna, ni rastro que diera con el paradero de esos niños.
Estaba claro. Ese perro era el responsable, quién más podría serlo. Tenía la idea clavada en mi cabeza. Ahora, quién sería su próxima víctima. Quién más, cada día me enviaba esa horrible condena. Mi existencia estaba en peligro. Ya no podría salir de casa. Esa bestia podría estar suelta en la calle. Esperándome, buscándome, llamándome para cumplir con su terrible tarea de devorarme.
He estado meses encerrado en mi casa sin querer salir. Mis amigos me van a buscar y me escondo de ellos. Invento una excusa para quedarme en casa. Los días se han hecho largos. Sin embargo, bajo la insistencia de mis amigos a que salga y las ganas enormes que tengo por recrearme, accedí está vez. Olvidé por un momento todo lo que tenía que ver con el perro ese. Íbamos caminando muy alegres hacia la plaza, riéndonos como es de costumbre y molestando a quien se nos cruce por el camino. Cuando fuimos llegando hasta la casa del viejo, el aire se torno denso. La atmósfera cambió por completo, hasta darte escalofríos. El silencio fue absoluto entre nosotros. Nuestros rostros cambiaron de felicidad a suspenso y tensión. Los pasos se hicieron más cautelosos y la mirada hacia todos lados, como si fuéramos caminando por la selva en medio de una guerra. Mientras íbamos pasando por enfrente de la casa del viejo me percaté que la puerta de la reja estaba abierta de par en par. El miedo en ese instante se hizo extremo. Quedé paralizado mirando hacia la casa de donde apareció la figura de la abominación canina corriendo hacia mí enfurecido. Era enorme, de pelaje oscuro y hocico puntiagudo, de los cuales afloraban sus colmillos sedientos de sangre. Sus ojos me miraban fijamente y se acercaban con rapidez y desafiantes. No pude más y corrí. Corrí hacia cualquier lugar. Mis amigos escaparon también, pero a quien quería era a mi. Estaba detrás, olía mi miedo y lo disfrutaba. Saltó sobre mi espalda tirándome a tierra. Esperó a que me volteara y mirarme a los ojos para clavar sus colmillos en mi antebrazo, el cual puse para poder defenderme. Lo trituró con la fuerza de su hocico. Trate de golpearle la cabeza con el otro brazo que me quedaba. Pero ya estaba todo perdido. Me tenía tomado del cuello y me movía de un lado para el otro. Me elevaba, pero nunca me soltó. Mis amigos y la gente que salió de sus casas miraban con horror aquel espectáculo sangriento. El viejo se aproximó desde su casa con un rifle a paso lento y pesado. Miró a su compañero a los ojos y puso el cañón sobre su frente. No hubo remordimientos, ni ojos cerrados. El viejo apretó el gatillo y la bala destrozó el cráneo del perro.
Nuestros cuerpos quedaron tirados en la calle, sobre un río de sangre que se iba por el alcantarillado. Ayer quizás caminaba con miedo, solitario por las calles. Hoy veo desde otro lugar como juegan los niños en la plaza, ya no me siento tan solo y estoy más protegido. Hoy camino junto a mi amigo el perro quien ha querido estar a mi lado desde el momento de nuestras muertes. Es un buen compañero, es un buen amigo.