Estaba ahí en el quirófano, tendido sobre una fría camilla, sofocado en tubos que entraban y salían de mi cuerpo. Alrededor varias personas corrían de un lado para el otro sin saber que hacer realmente. Mi estado era crítico, había que actuar de forma inmediata, estaba muriendo. Lentamente, pero estaba muriendo.
Hasta ese momento todavía no había un donante y el tiempo se acababa. La verdad, ya no quedaba tiempo. Todo era cuestión de minutos. Estaba entrando a un rumbo que ya había conocido en otra oportunidad y esta vez, quizás, no había regreso.
Sin embargo, entre el ajetreo de las enfermeras y el "no se que hacer" de los doctores, que esperaban transplantarme un corazón de algún donante que no había, entró por la puerta un herrero. Un viejo fornido de abundante barba plateada cargando en sus manos, protegidas por unos gruesos guantes de cuero que le llegaban casi hasta los codos, una pieza de, por lo menos, sesenta kilos de acero fundido recién sacada de los hornos del infierno y moldeada a tal forma que fuera lo más parecido a un corazón, para que pudiera caber de alguna manera en el lugar al cual sería destinado.
Los cirujanos no perdieron más tiempo y comenzaron a abrir mi pecho de forma milimétrica sin que éste derramara una gota de sangre. Quitaron de allí despojos que tenía de corazón, pedazos desgarrados y revueltos. Luego, succionaron la sangre que llenaba el agujero como un mar rojo, para que rápidamente el herrero pusiera el metal en su lugar. Pero la abertura que realizaron los cirujanos no fue suficiente. A la mitad la pesada pieza de metal quedó atorada, a lo cual, el herrero sin perder un segundo tomó un gran martillo, hizo a un lado a los médicos que estorbaban de un empujón y con ambas manos lo elevó por sobre su cabeza y dio un certero golpe en el metal, haciendo que éste pudiera entrar por completo a su nuevo lugar. Como aún estaba casi al rojo vivo, el metal caliente cauterizó todo a su alrededor, dejando sentir el aroma a carne asada y jugosa. Sin embargo, el trabajo aún no estaba concluido. Todavía había que hacer funcionar el nuevo corazón. Por lo qué, el cirujano jefe tomó unas paletas desfibriladoras y colocó los electrodos sobre el metal para darle fuertes descargas eléctricas. Descargas eléctricas fuera de lo normal que hacían quedar en momentos a oscuras, donde un haz azulado saliendo del pecho iluminaba la cara de demencia del médico que sonreía por semejante obra.
Al parecer me sacaron nuevamente de las garras de la muerte y desperté de un largo sueño en una habitación desconocida y desolada. No me hice esperar, tenía que salir de esa fría cama y ver que pasaba. Porque no entendía absolutamente nada. Me encontré semidesnudo y me parecía extraña la cicatriz que adornaba mi pecho que seguí con el índice de mi mano derecha en un recorrido perfecto que comenzaba desde el hombro y que caía por el pectoral izquierdo de forma diagonal hasta el final inferior del esternón. La habitación era amplia de paredes blancas, pero estaba vacía. Sólo había un catre viejo de fierro y sábanas blancas que me tapaban hasta la cintura. No pude evitar sentir incomodidad y desentendimiento ya que desperté confundido y no había nadie quien me diera respuestas. Por lo cual, con esfuerzo me senté en la cama para luego ponerme de pie con más esfuerzo aún. Pero una vez que lo hice mis piernas temblaron y sentí un peso enorme acompañado de un fuerte dolor en el pecho que anudaba mi garganta. No flaqueé e hice un esfuerzo por mantenerme de pie apoyándome en la muralla. Luego, me dirigí hasta una ventana de finas cortinas de ceda blanca que flameaban con el soplar del viento. Me paré frente a ella y miré hacia fuera. No había nada, no habían respuestas y el viento soplaba silencioso en mi cara y hacía danzar mis cabellos. Pero no entendía nada. Algo pesaba en mi pecho y me acompañaba un fuerte dolor que anudaba mi garganta, y no entendía nada de lo que me estaba pasando. Sin embargo, sabía muy dentro de mi que ya nada sería igual.
Hasta ese momento todavía no había un donante y el tiempo se acababa. La verdad, ya no quedaba tiempo. Todo era cuestión de minutos. Estaba entrando a un rumbo que ya había conocido en otra oportunidad y esta vez, quizás, no había regreso.
Sin embargo, entre el ajetreo de las enfermeras y el "no se que hacer" de los doctores, que esperaban transplantarme un corazón de algún donante que no había, entró por la puerta un herrero. Un viejo fornido de abundante barba plateada cargando en sus manos, protegidas por unos gruesos guantes de cuero que le llegaban casi hasta los codos, una pieza de, por lo menos, sesenta kilos de acero fundido recién sacada de los hornos del infierno y moldeada a tal forma que fuera lo más parecido a un corazón, para que pudiera caber de alguna manera en el lugar al cual sería destinado.
Los cirujanos no perdieron más tiempo y comenzaron a abrir mi pecho de forma milimétrica sin que éste derramara una gota de sangre. Quitaron de allí despojos que tenía de corazón, pedazos desgarrados y revueltos. Luego, succionaron la sangre que llenaba el agujero como un mar rojo, para que rápidamente el herrero pusiera el metal en su lugar. Pero la abertura que realizaron los cirujanos no fue suficiente. A la mitad la pesada pieza de metal quedó atorada, a lo cual, el herrero sin perder un segundo tomó un gran martillo, hizo a un lado a los médicos que estorbaban de un empujón y con ambas manos lo elevó por sobre su cabeza y dio un certero golpe en el metal, haciendo que éste pudiera entrar por completo a su nuevo lugar. Como aún estaba casi al rojo vivo, el metal caliente cauterizó todo a su alrededor, dejando sentir el aroma a carne asada y jugosa. Sin embargo, el trabajo aún no estaba concluido. Todavía había que hacer funcionar el nuevo corazón. Por lo qué, el cirujano jefe tomó unas paletas desfibriladoras y colocó los electrodos sobre el metal para darle fuertes descargas eléctricas. Descargas eléctricas fuera de lo normal que hacían quedar en momentos a oscuras, donde un haz azulado saliendo del pecho iluminaba la cara de demencia del médico que sonreía por semejante obra.
Al parecer me sacaron nuevamente de las garras de la muerte y desperté de un largo sueño en una habitación desconocida y desolada. No me hice esperar, tenía que salir de esa fría cama y ver que pasaba. Porque no entendía absolutamente nada. Me encontré semidesnudo y me parecía extraña la cicatriz que adornaba mi pecho que seguí con el índice de mi mano derecha en un recorrido perfecto que comenzaba desde el hombro y que caía por el pectoral izquierdo de forma diagonal hasta el final inferior del esternón. La habitación era amplia de paredes blancas, pero estaba vacía. Sólo había un catre viejo de fierro y sábanas blancas que me tapaban hasta la cintura. No pude evitar sentir incomodidad y desentendimiento ya que desperté confundido y no había nadie quien me diera respuestas. Por lo cual, con esfuerzo me senté en la cama para luego ponerme de pie con más esfuerzo aún. Pero una vez que lo hice mis piernas temblaron y sentí un peso enorme acompañado de un fuerte dolor en el pecho que anudaba mi garganta. No flaqueé e hice un esfuerzo por mantenerme de pie apoyándome en la muralla. Luego, me dirigí hasta una ventana de finas cortinas de ceda blanca que flameaban con el soplar del viento. Me paré frente a ella y miré hacia fuera. No había nada, no habían respuestas y el viento soplaba silencioso en mi cara y hacía danzar mis cabellos. Pero no entendía nada. Algo pesaba en mi pecho y me acompañaba un fuerte dolor que anudaba mi garganta, y no entendía nada de lo que me estaba pasando. Sin embargo, sabía muy dentro de mi que ya nada sería igual.